Sunday, May 31, 2009

-Povero- Rigoletto en el Iris


Hay por ahí quienes últimamente se empeñan en negar la existencia de la crítica. Sus razones tendrán. Aunque no es nada nuevo eso de negar la crítica. O sea, siempre ha sido una forma de legitimar lo criticado. De abogar por lo oficial. Lo establecido.

Ya Zoilo y Aristarco en la antigua Grecia eran negados. Además, criticar a la crítica es abrazar una teoría que se muerde la cola. Si se critica a la crítica, entonces la crítica existe.

Va mi crítica al Rigoletto presentado por la Compañía Nacional de Ópera en el Teatro de la Ciudad Esperanza Iris. Aquí la dejo con mi reputación para que la hagan pedazos.

UPDTED: esta crítica ya se publicó también en Mundo Clásico, en España. Se puede ver en línea armada con distintas fotos dando klik aquí.

-Povero- Rigoletto en el Teatro de la Ciudad
x José Noé Mercado


Piangi, fanciulla, piangi
Si a veces hasta da corte, como dicen los chilenos. Da un poco de pena, como expresan en Colombia. Pero sí, lo afirmó Manuel Buendía: el periodismo tiene cierta vocación escatológica.

Y la crítica, ya sea de la academia o periodística, de ella también se moja. Puesto que una de sus funciones es poner en perspectiva lo que puede, y quizás urja, mejorar. Modificarse. Lo que no se hizo bien. Lo que no aportó. Lo que nació mal. El gato por liebre y lo que no pasó corriente, lo inadecuadamente enchufado.

En México, debido a la reciente y poco afortunada labor de la Compañía Nacional de Ópera para cumplir su labor de “máxima exponente del género del país”, como asegura Conaculta, parecería que la crítica tiene sólo esa función y no otras más presumibles o que, de menos, no den tanta corte.

Casi siempre, cuando hay una verdadera motivación por el arte del que habla, la crítica igual quiere aplaudir. Demostrar lo fan. Pero cuando faltan razones y no se puede, esa labor queda para los voceros oficiales u oficiosos y la crítica debe cumplir su misión. Incluso a riesgo de que algún directivo escrupuloso diga que al hacerlo “chilla porque nada le parece”. Quizás porque ese funcionario desconoce lo que no conviene: la escatología dice casi nada del que estudia la obra y sí todo de quien la produce. La crítica no chilla. Es espejo y, si argumenta, da reflejo.

Así pues, luego de casi cinco meses de haber llegado, la nueva administración de la CNO por fin produjo algo propio: Rigoletto de Giuseppe Verdi, presentada en cuatro funciones: 24, 26, 28 y 31 de mayo, Teatro de la Ciudad Esperanza Iris.

Y no libre de la filosofía tan mexicana del “yo no fui”. Consistente, por cierto, en no asumir del todo las responsabilidades y sus consecuencias. Echándolas a otros, en este caso a la administración pasada, respecto a planes, presupuestos y algo de la selección de elenco y creativos. No se puede seguir así, por bien de la ópera. Y no por ser cierto o no, sino porque lo esencial es que quien ahora está al frente tome el timón y acabe la inercia malhadada. Si es que puede. Y se asuma en su puesto para navegar con nuevo rumbo, más propicio. Ése es el reto de Alonso Escalante: ¿marinero o capitán? ¿U hombre al agua?

Lará, lará, lará
El barítono Genaro Sulvarán encabezó el elenco de este Rigoletto, no sin problemas para dar vida al jorobado bufón, un rol que resultó demasiado dramático para las condiciones vocales que el veracruzano presentó el día del estreno. Un papel que ya ha abordado anteriormente, pero al que esta vez su voz no hizo justicia. Quedó corta en los agudos, sin colocación firme en esa zona alta, opaca y carente de legato amplio. Si bien nunca ha sido un actor consagrado, ahora sus posibilidades de lucir en lo histriónico quedaron disminuidas al apreciarse más preocupado por hacer que la voz respondiera a las exigencias de su complejo personaje y la emisión no pareciera irse para atrás, fuera de foco.

María Alejandres, en cambio, triunfó de nuevo. Tanto o más como antes triunfó María Katzarava. Ahora como Gilda, la cantante desbordó encanto y decisión escénica, pero lo más importante: dejando claro que es, acaso, la soprano más dotada que haya nacido en México en varias décadas, dicho no en demérito de talentos nacionales en esta cuerda, sino porque María está ya conquistando los escenarios líricos más prestigiados del orbe. No sólo por su delicioso y cálido timbre y por su técnica sólida con la que dispone todo su registro, sino igual por la inteligencia para bordar los detalles y convertir una interpretación destacada en una memorable. María Alejandres es de esas artistas que hacen que una función valga la pena. Y va en ascenso.

El Duque de Mantua fue abordado por el tenor Arturo Chacón Cruz, quien tiene un timbre muy bello, aunque en el registro medio su instrumento a veces se opaca y no corre del todo por el teatro. Ahí podría disponer más brillo que, a diferencia, sí despliega con capacidad indiscutible en la zona alta. En ella se mueve con plenitud y soltura. Es un cantante inteligente al frasear y muy seguro. Su actuación no fue mala pero sí débil, quizás tímida. Le faltó soltura y cinismo. Ser más cabrón, de acuerdo al personaje que interpretó. Por ejemplo, cuando está con Maddalena (Encarnación Vázquez en un rol demasiado grave para sus características más ligeras), lejos de ser licencioso y dejarse llevar por lo venéreo optó casi siempre por meter sus manos en los bolsillos de su pantalón o por olisquear sin convencimiento bajo las faldas de ella.

El bajo Rosendo Flores como Sparafucile cumplió con creces, mientras que el bajo-barítono Guillermo Ruiz, Monterone, mostró un instrumento algo maltratado, sin el brillo y poder que le conocíamos. Esta ocasión, fue más el esfuerzo que la voz. Mejor impresión dejaron algunos partiquinos como Roberto Aznar (Marullo), Helena Pata (Giovanna) y sobre todo Luis Alberto Sánchez el Trosky (Borsa).


Ah, la maledizione!
La Orquesta del Teatro de Bellas Artes bajo la batuta del brasileño Luiz Fernando Malheiro sonó descuadrada en diversos pasajes, con cuerdas plurales que casi decían lo que querían, no lo que debían. El sonido producido careció de fuerza dramática o de sutilezas particulares. O sea, un trabajo gris, con el agregado de que Malheiro no es un acompañante de voces consumado, a juzgar por cómo los cantantes a veces se iban ahogando o se contenían, buscando cuadrar sus voces con la música y los tiempos.

Es obvio que la inactividad es resentida por el Coro del Teatro de Bellas Artes, para ésta como otras veces, bajo la dirección huésped de Jorge Alejandro Suárez. Vocalmente el esfuerzo individual es de aplaudir, pero el resultado ofrecido como conjunto no terminó de cuajar por un natural desencanche, a lo que se sumó un trazo escénico abigarrado y sin maña. Inhábil.

La puesta en escena correspondió al alemán Bruno Berger-Gorski e intentó adoptar ese tono agresivo, violento física y sexualmente, que ya han explorado otros montajes de Rigoletto. Pero se quedó en eso: en un intento. Nunca se llegó a las últimas consecuencias de esa mirada. Con dos tipas con los pechos al aire, el Duque subiéndose la bragueta (salido de una habitación donde precozmente no duró ni un minuto) o con cortesanos pegándole teatralmente a Monterone, pero no más.

El detalle más curioso de la puesta de Berger-Gorski no radica en trasladar la trama a los 50, a una ciudad moderna. Viene en la última escena. Cuando el Duque sale furtivamente a ver qué pasa fuera de la casa de Sparafucile, Rigoletto ya ha descubierto que Gilda es la que agoniza, y luego entra de nuevo y se sienta en las escaleras a padecer. ¿Pero y esto qué aporta a la comprensión del argumento o al sentido dramático de la obra? Humaniza al Duque, desde luego. Le crea conciencia. Pero lo atelenovela. Porque esa actitud desde luego estaría disociada de alguien que tiene como himno “La donna è mobile” o que manda a Monterone al cadalso o que miente y toma por la fuerza a Gilda. Es decir, la propuesta es interesante. Pero termina por crear un perfil incongruente, porque lo hace rudo y cursi a una vez.

El vestuario gangsteril, diseñado por Adela Cortázar, pareció inspirado en una cinta de Martin Scorsese o Emilio Tuero, pero mezclado con algunos modelos renacentistas, de arlequín y Juan Luis Guerra. ¿Con qué finalidad este remix? Con el de subrayar la idea del director escénico de que el trasfondo de esta ópera no se circunscribe a una sola época, quizás. Muy bien. ¿Pero y entonces por qué los años 50 y no los 90 o el siglo 21? ¿Cuál sería, por ejemplo, la justificación de que Rigoletto bufón haya más bien parecido un motociclista chopper?

La escenografía del checo Daniel Dvořák, más que minimalista pobreymalista, incluyó una entrada tipo elevador a la izquierda y una barda al fondo con un par de entradas o salidas que sirven de acuerdo a la escena. O sea, esa base estuvo presente todo el tiempo. Casi. Monótona, como la iluminación (sin crear dimensiones, sin volumen, básica) de Víctor Zapatero. Y la ambientación vino de colocar una mesa, una cama o una jaula donde se supone que Rigoletto encierra a Gilda. Pero una jaula que no tiene techo, a la que siempre le echan llave, curiosamente menos cuando es de noche y a los cortesanos se les ocurrirá llegar para raptarla. Eso es mala suerte, ¿no?

Como mala suerte han tenido los legítimos operófagos de México en tiempos cercanos. Con autoridades líricas indolentes, con pocas, malas y costosas funciones. Con elencos más irregulares del promedio en otros teatros operísticos. Salvo excepciones, verdad. Tal vez por eso el público no llenó el Teatro de la Ciudad Esperanza Iris y eso que se trató de un título de lo más taquillero. Veamos quién va al siguiente episodio de la temporada: Muerte en Venecia de Benjamin Britten. Por eso, por las circunstancias que padecemos, al cerrar el telón no faltó quien se lamentó como Rigoletto, con las palabras que cierran la ópera: Ah, la maledizione! Pero quién nos la echó.

Wednesday, May 06, 2009

En la calle


En la edición Pro Ópera que circula actualmente se publica una crítica sobre el concierto operístico que significó el primer evento artístico de la nueva administración de la Compañía Nacional de Ópera encabezada por Alonso Escalante.

Me parece que, por alguna razón no particular, no la había colocado en el blog. La posteo ahora. El concierto fue hace un tiempo, pero igual es vigente el texto por las condiciones líricas que padecemos. Eso.



En la calle: concierto operístico
x José Noé Mercado


Ya no es una metáfora. Es una realidad. La Compañía Nacional de Ópera, o lo que queda de ella, está en la calle. Al menos para ésta y otras ocasiones.

La CNO estrena nuevo director. Luego de la salida de José Areán, al finalizar 2008, Alonso Escalante ha tomado las riendas y el pasado domingo 1 de febrero se ofreció el primer evento musical de su administración.

Se trató de un concierto operístico en la calle, fuera del Palacio de Bellas Artes, cuyo Teatro, sede de la Compañía, como se sabe, está cerrado por remodelación. Vaya forma de debutar, tan sintomática de cómo están las cosas en materia lírica nacional.

La explanada de Bellas Artes fue un bello pero inadecuado marco para este concierto. A las cuatro de la tarde, justo cuando el nuevo edificio de la Secretaría de Relaciones Exteriores dio sombra al escenario, arrancó la parte musical. No antes, ni en otro sitio, pese a que las nuevas autoridades trataron de que fuera en el vestíbulo de Palacio y más temprano (para evitar una posible lluvia, el frío o, quizás, competir con el Super Bowl XLIII). Pero no hubo autoridad que convenciera u obligara a los cuerpos artísticos a cambiar sus planes.

Los protagonistas justamente fueron la Orquesta y el Coro (preparado por Jorge Alejandro Suárez) del Teatro de Bellas Artes, en esta ocasión bajo la batuta (debutante con la CNO) de Rodrigo Macías. Para ellos se instaló un templete y frente a él se habilitaron 500 sillas, insuficientes para el público que se dio cita o iba pasando por el lugar.

El primer problema fue de isóptica, pues entre las jardineras y una serie de esculturas, unas fijas, otras en exposición temporal, que hay en la explanada, el contacto visual con el escenario fue complicado o imposible. No es un buen lugar para conciertos al aire libre, si uno piensa en la parte artística, musical. Es un sitio cercano a lo perfecto, quizá, si uno piensa en el circo que ello implica.


El programa interpretado incluyó las oberturas de La urraca ladrona de Gioachino Rossini, Las alegres comadres de Windsor de Otto Nicolai y El murciélago de Johann Strauss, además de pasajes corales de El trovador y Aïda de Giuseppe Verdi, Carmen de Georges Bizet, Cavalleria rusticana de Pietro Mascagni, y El príncipe Igor de Alexander Borodin. En las propinas se ofreció el “Va pensiero” del Nabucco verdiano y repitieron “Les voici, le quadrille!” de la Carmencita.

El resultado, comprensiblemente, fue deplorable. No podía ser de otra manera, si los atrilistas estaban más preocupados por detener sus partituras, que se las llevaba el fuerte viento que igualmente se colaba por los micrófonos y se confundía entre el canto sonorizado de la masa coral.

En cuanto a sonido, se hizo lo que se pudo. Un trabajo que por más eficiente que haya sido, sin embargo, fue insuficiente. Las torres de altavoces se escuchaban bien donde estaban ubicadas, pero mal a lo lejos, mezclando el lírico sonido con los claxonazos, los motores y las frenadas chirriantes de los coches que circulaban por Juárez o Eje Central Lázaro Cárdenas. Las sirenas de patrullas y ambulancias ulularon en la lejanía.

Es verdad que hubo unas 1500 personas en el evento. Quizá dos mil. No menos, pero no más. Curiosamente, hubo pocos habituales a la ópera. La mayoría era gente que por primera vez escuchaba una sinfónica o un trozo operístico, porque esto tampoco fue escuchar ópera y, hay que decirlo, tampoco fue lo que se dice escuchar a una sinfónica o a un coro. El pez no estuvo en el agua. Quizás los operistas de siempre lo sabían y por eso, conocedores, no acudieron a la cita.

El éxito o la bondad mayor o menor de un concierto como éste no debería juzgarse por el número de asistentes. Público siempre habrá para estos shows. Días después, por ejemplo, el 14 de febrero, Vicente Fernández, el ídolo de Huentitán, logró reunir 219 mil personas en el Zócalo capitalino y batió así el récord de Shakira que era de 210 mil.

La verdadera relevancia o no de este tipo de conciertos que, al parecer serán bimestrales en la gestión de Escalante, deberá desprenderse de analizar para qué sirve la Compañía Nacional de Ópera. Cuáles son sus objetivos, su razón de ser. Para tocar en un quiosco hay bandas que lo hacen mil veces mejor y atraen más público. Y a todos nos saldría más barato que mantener todo un aparato burocrático musical.

Tuesday, May 05, 2009

Pro Ópera mayo-junio 2009


Salió Pro Ópera en su edición mayo-junio-2mil9.

Vienen muchos artículos, críticas y entrevistas de interés, tanto en su versión impresa, como en la cibernética, que prácticamente logran una cobertura mundial del espectáculo sin límites. La portada, como se ve, corresponde a la soprano italiana Barbara Frittoli, en una entrevista que le realizó Massimo Viazzo.

Mío se encontrará Ópera en México y México en el mundo, crítica del Don Giovanni en el Teatro de la Ciudad, una entrevista con la soprano británica Jane Eaglen (incluida la crítica de su Gala Wagner en Guadalajara), y una entrevista con el tenor peruano Juan Diego Flórez.

Lo mío es parte. Como digo, hay mucho que leer, comentar y discutir.

Monday, May 04, 2009

Abismo

Fuente:PULO


Abismo


A Paulina Arancibia,
con el cinturón
de vaquero mexicano en alto,
por confirmar que la amistad
nunca es virtual sino cósmica



"Te regalaré un abismo, dijo ella,
pero de tan sutil manera que sólo lo percibirás
cuando hayan pasado muchos años
y estés lejos de México y de mí".

La Universidad Desconocida
Roberto Bolaño




uNO
El cielo está nublado, lloverá en breve, la gente cruza la explanada para cumplir sus destinos, en una jardinera, entre los arbustos, merodean las ratas y fuera del Palacio de Bellas Artes hay un afiche de la ópera Insomnio posmoderno. Malaquías lo observa todo, o casi, en espera de que llegue Katyana.

La hora acordada con Katyana se cumplió quince minutos antes. O eso cree Malaquías, aunque de pronto duda el horario de la cita. En realidad no le importa demasiado. Igual aguardará ahí sentado, a la orilla de una de esas jardineras llenas de roedores, a que Katyana aparezca.

Experimenta las ganas de fumar. Cerca de él, un grupo de estudiantes con suéter de secundaria enciende un cigarrillo tras otro y una pareja de jóvenes lesbianas de cuerpo anoréxico, una sentada de frente, encajándose, sobre la otra, se besa de lengua y se acaricia la espalda baja, en cámara lenta. Pero Malaquias ya no fuma, así que aguanta las ganas, echándose a la boca un caramelo de frambuesa.


dOS
Parece increíble, irreal, o al menos muy brumoso, a juicio de Malaquías, que en el sitio justo donde ahora se agasajan las lesbianas, hace cinco años, su madre sufriera un ataque cardiaco que le llevó a la muerte ante su desesperación y pánico e impotencia.

Fueron momentos angustiosos, irrespirables, los transcurridos aquella tarde platinada entre los primeros indicios del dolor en el pecho de su madre y el arribo de la ambulancia que nada pudo hacer.

Malaquías quedó solo, sin ningún familiar en el mundo.


tRES
Una señora, sucia y con un reboso que envuelve a un niño dormido al que le escurren mocos transparentes por la boca, se acerca a Malaquías y con voz tímida le pide una moneda. La mano extendida muestra grietas de mugre y tierra bajo las uñas crecidas. En las líneas de la palma. Entre los dedos. Él encuentra en el rostro, en la mirada, en la curvatura del semblante de aquella mujer, la miseria de todo un pueblo.

Malaquías niega con la cabeza, sin convicción. Hay veces, como ésta, en que desearía cerrar los ojos y no ver. Es deefeño de origen. Nunca lo ha negado. Pero ya tampoco siente que tenga un país suyo.


cUATRO
Malaquías se ha vuelto un ser callado, taciturno, lo-boes-te-pa-rio. Ahora, más bien, observa. Intuye. Experimenta a su modo. Y ello es un enigma, un atractivo para ciertas personas que lo observan a él. En su análisis, ése fue el factor de que entablara relaciones con Katyana. En rigor, de que ella las entablara con él.


cINCO
Se conocieron en una peluquería-salón de belleza.

Malaquías acudió a que le cortaran el cabello casi a rape. Ahí estaba Katyana, ojeando un ejemplar de Pro Ópera, revista que, como su nombre lo sugiere, aborda temas operísticos. Ella resultó ser hermana de la estilista —Ivonne, para más detalle— y socia del negocio.

Katyana interrumpió de pronto su hojeada a la publicación, justo cuando Ivonne colocó a Malaquías, sentado en el sillón de fígaro, una suerte de capa-babero. Se levantó y le preguntó a su hermana a quién le recordaba Malaquías.

Ivonne, iluminado el rostro y acaso captada en un guiño o una idea que tenía rato de rondarle la cabeza, le respondió con otra pregunta: ¿Verdad que se parece a Manelick?

¿A Manelick? No, no, más bien se me figura a Goyeneche. ¿Te acuerdas de él?

¿De Goyeneche?

Sí, de Goyeneche.

Mmm, supongo que no. Pero a mí me recuerda más a Manelick.

Malaquías escuchaba a las hermanas en sus pesquisas sin atreverse a intervenir, extrañado e incrédulo, en realidad, de que de pronto él se hubiese convertido en el tema de conversación de dos desconocidas. O casi, pues a Ivonne, que ahora conducía la maquinilla rasuradora por su nuca, la conocía de dos o tres ocasiones anteriores en que había acudido para solicitar sus servicios. Pero ese trato había sido estrictamente profesional y el diálogo sostenido no pasó de los saludos y agradecimientos de rigor y de indicar qué tipo de corte habría de efectuarse.

Malaquías, por tanto, consideró tan desconocida a Katyana como a Ivonne y, en sí, a la congregación de clientes en el negocio, que estaban igual de intrigados por saber quiénes eran el Manelick y el Goyeneche al que tanto recordaba.

El local era modesto, sólo despachaba Ivonne y una ayudante que en ese momento aplicaba el líquido de la permanente a una señora de mediana edad, y sus dimensiones reducidas aseguraron que todos los presentes escucharan con nitidez la pregunta con la que Katyana tomó por sorpresa a Malaquías:

¿Cómo te apellidas?

Malaquías oyó el cuestionamiento y supo que estaba dirigido a él. Prefirió, sin embargo, desentenderse con la mirada clavada en la punta de sus zapatos deportivos Nike, como si en realidad la pregunta hubiese sido formulada a otra persona. A cualquiera, menos a él. Fue algo de pena. E inseguridad, además, porque en el fondo, ¿le preguntaban a él? No quería hacer el ridículo, su personalidad introvertida no lo asimilaba bien.

Óyeme, te hablo: ¿cómo te apellidas?

En el sitio se mantuvo un silencio expectante, sólo quebrado por el sonido eléctrico de la maquinilla rasuradora, en espera de la respuesta de Malaquías.

Ya no había lugar a equivocaciones: de pronto fue aludido en la plática por dos extrañas, y ahora era requerido para participar en ella.

Tenía que responder de inmediato y lo hubiese hecho desde el primer momento, para evitar el ridículo u oso: como suele llamarse a una situación que apena, ridiculiza o avergüenza ante los demás, pero sobre todo ante sí mismo, sólo que había un ingrediente extra que estimulaba su inhibición: Katyana le resultó una mujer muy atractiva.

Un raro atractivo y frondoso, calificó Malaquías desde que llegó a la estética y la vio con la revista Pro Ópera sobre las piernas. No es que le pareciera precisamente bella ni hermosa, sino de una sensualidad cotidiana. Sin pose e imperfecta. Lo que en definitiva llamó su atención viril y sorprendió, pues hacía meses que la libido había permanecido adormecida en Malaquías. Con toda seguridad, como consecuencia de su reciente fracaso matrimonial con Javiera.


sEIS
Arevena Izazola.

Cómo, qué.

Malaquías Arevena Izazola. Así me llamo.

La voz de Malaquías salió bajita, casi inaudible, aunque en esos momentos fue el centro total de atención. Pero no lo fue mucho, no más de cinco segundos, en los que Katyana pareció reflexionar para luego decirle a Ivonne, y así retornar su diálogo particular con ella, ignorando por completo a Malaquías:

Pues entonces no es nada de Manelick.

Ni de Goyeneche. Y, sin embargo, se parece.

¿A Goyeneche?

A Manelick.

Stop con Manelick, terca. Ya, equis. Da igual: no es familia de ninguno de los dos.

Malaquías regresó a su anonimia, Katyana continuó su lectura de Pro Ópera y, al poco rato, Ivonne terminó el corte de cabello. Malaquías preguntó cuánto debía por el servicio. Ivonne dijo una cifra, en pesos, que Malaquías liquidó agregando diez por ciento de propina.


sIETE
Aquel corte de pelo no habría pasado de una anécdota más bien olvidable, de no ser porque al marcharse Malaquías fue interceptado por Katyana. Ambos salieron de la estética y ella comenzó a preguntarle más datos de su vida.

Malaquías respondió, intimidado, y al cabo convinieron en ir a tomar café, en una plaza comercial cercana, para platicar con mayor comodidad. Fueron a un Starbucks y ahí Katyana dijo que era cantante de ópera, o estaba en vías de serlo, que tenía tres años de casada y que continuaba genuinamente intrigada por el parecido físico de Malaquías con Goyeneche.

Y quién es Goyeneche, preguntó él. Eso no importa, respondió ella, lo importante es que me lo recuerdas. Malaquías se quedó entonces con la duda y al terminarse los frapuccinos de té de frambuesa que pidieron, intercambiaron teléfonos celulares y acordaron volverse a ver.


oCHO
Yo, a quien amo, dijo Katyana, es a mi marido, pero amar a alguien no lo es todo, no te llena toda la vida.

Creo que eso depende de cada persona, expresó Malaquías, de lo contrario cómo puede explicarse que cuando alguien tiene una pena amorosa puede sentir que su vida, toda, se viene abajo.

No lo sé, dijo ella. En cualquier caso, amo a mi marido pero eso no me impide disfrutar de otras cosas, de necesitarlas. Por ejemplo, de ti.

En ese punto, Katyana apoyó los codos sobre la mesa ante la que estaban sentados, era un Starbukcs de nuevo: pero ésta vez el de Avenida Juárez, frente a la Alameda, y acercó sus labios a los de Malaquías.

Fue un beso largo, lubricado, rico para ambos, aunque en él Katyana creyó identificar cierta nostalgia de Malaquías. Separaron sus bocas, pero ella quiso comprobar si aquella nostalgia era real o sólo producto de su imaginación o si los movimientos bucales de Malaquías al besarla producían de manera natural esa sensación de languidez que pedía o exigía ser besada hasta el fin, un posible fin, o, mejor aún, infinitamente.

Katyana volvió a besarlo, encontró nuevamente una sensación de suavidad extrema que hacía irresistible no permanecer en ella, lamiéndola, chupándola, comiéndola y, de inmediato, como es lógico, dicha sensación se somatizó en sus partes íntimas, humedeciéndoselas tanto que fue inevitable sentir cómo se iban mojando sus calzones.

Malaquías se apartó mansamente, suspiró y dijo que él tampoco creía amarla, que eso no era posible porque aún pensaba, de vez en cuando, en otra mujer.

Lo que no significaba que no deseara estar con Katyana.

Me gusta esa ansiedad de tu boca, besas muy rico, apuntó él.

Bueno, pero y en quién sueles pensar entonces, preguntó ella.



nUEVE
Hasta hace seis meses estuve legalmente casado.

Disolver lo legal no terminó por diluir los sentimientos. Firmé el divorcio queriéndola todavía. Ella se llamaba, o se llama, Javiera.

Javiera Roqueñí.

Nos hicimos amigos en el segundo o tercer semestre de la preparatoria, ya no recuerdo bien. Me gustaba y así se lo dije varias veces, pero ella prefería no rebasar la línea de la amistad. Por aquella época tenía novio y no me extrañaría que se hubieran querido mil.

Una vez, sin embargo, fuimos a una excursión de fin de semana. La organizó la escuela. A un pueblo, Real del Monte, en el estado de Hidalgo. Cerca de ahí alquilamos unas cabañas donde la primera noche, al oscurecer, nos dimos a la bebida con los compañeros. Javiera y yo, que en realidad habíamos permanecido algo separados del grupo, nos pusimos una tremenda borrachera. Y nos besamos. Salimos discretamente, al menos lo intentamos, a la intemperie. O sea, a una especie de bosque que rodeaba el campamento. Caminamos en zigzag, víctimas del alcohol, hasta una arboleda de abedules. Nos acurrucamos junto a un árbol que en esas condiciones nos pareció inmenso. De unos cuarenta o cincuenta metros, calculamos. Y ahí, sobre unas hojas amarillentas que crujían con nuestros vaivenes, hicimos el amor, como quien dice a la luz de las estrellas. Al otro día repetimos, sólo que antes de acostarnos ella me contó que había terminado con su novio. Que la había engañado, o algo así, y que consideraba momento oportuno para iniciar una relación conmigo. Duramos un año de novios. Hasta que yo tuve que abandonar la preparatoria por motivos económicos, más que nada, pues vivía con mi madre, quien acababa de fallecer. Sobre este tema no quisiera hablar más porque me duele, pero el caso es que tuve que ponerme a trabajar y dejar por el momento los estudios y la idea de convertirme en escritor, que ya tenía claramente enfocada, pese a que Javiera opinaba que esta aspiración me revestía de un aire iluso de estupidez. De hecho, esa falta de apoyo o mínimo de comprensión a lo que yo quería hacer: escribir, fue el motivo de ruptura. Como era de esperarse, nos distanciamos por completo, pues ella siguió con las rutinas de la escuela y a mí me quedaba poco tiempo para verla. Incluso, para llamarle. Luego entró en la universidad y, dentro de lo que cabe, yo salí adelante. Conseguí una plaza como corrector de estilo en una modesta revista de bienes raíces entre particulares, negocios a nivel changarros y otros tópicos por el estilo. Aunque la publicación era de poco prestigio, no pagaba mal a sus colaboradores, o a mí no se me hacía mal, y me fue relativamente sencillo conseguir el puesto, gracias a mi buena redacción y ortografía adquirida a través de la literatura que leía desde niño. Javiera, de una familia acomodada para el promedio del país, poco se preocupaba por el esfuerzo de conseguir dinero y, quizás en su ociosidad, me buscó y reanudamos nuestro noviazgo, en una etapa supuestamente más madura. Fue así como decidimos casarnos después de algunos meses, tiempo en que nos dedicaríamos a convencer a sus papás, que desde luego me miraban menos y no consentían que su hija, una Roqueñí, se emparentara con un tipo, sin futuro a su juicio, como yo. Esa oposición terminaría por ser definitiva para luego divorciarnos, pero yo en ese momento estaba muy enamorado. Pro-fun-da-men-tee-na-mo-ra-do. Y me creí capaz de sortear esos obstáculos que oponían sus familiares. El hermano también me miraba mal y una vez me mandó pegar con sus amigos. Pero un buen día decidí ahorrar un poco de dinero y preparé una estrategia para que Javiera por fin se animara a dejar la casa de sus padres, se casara conmigo, y nos fuéramos a vivir a un departamento de alquiler acorde a mi presupuesto. Un sábado temprano, casi de madrugada, a bordo de su automóvil, yo nunca he tenido, fuimos a Tequisquiapan, Querétaro, con el pretexto de que allá una amiga iba a ofrecer una misa y luego un desayuno por el bautizo de su hija. En Tequisquiapan, a eso de las 6:30 de la mañana, llegamos a un punto determinado donde nos esperaba ya una camioneta Ford-Lobo en la que transbordamos para que supuestamente nos acarreara a la pequeña comunidad donde se celebraría el bautizo. El chofer puso en el estéreo Quiero que me quieras con Gael García Bernal. Los colores del amanecer eran espectaculares. La Ford-Lobo nos internó por un camino de tierra y después de media hora llegamos a una llanura donde unos indígenas terminaban de inflar un globo aerostático, al que finalmente nos subimos luego de firmar algunas cláusulas de responsabilidad y de las correspondientes indicaciones para cuando despegáramos. Todo lo había preparado yo. Y me sentí contento de que saliera bien. Javiera estaba tan emocionada que era incapaz de decir algo y su pasmo fue total cuando desde el aire miró cómo los indígenas que habían preparado el globo extendieron una manta que decía Gaviera cazate conmigo, pliz. Ella volteó a verme, anonadada. Yo reía, desde luego, pues cuando dicté por teléfono el texto que habría de llevar la manta no imaginé que el Javiera se convertiría en Gaviera, el cásate en cazate, y el please se transformaría en pliz, pero sostenía en la mano una cajita negra y abierta que le mostraba una sortija de compromiso de dos piedras: diamante y rubí al estilo renacentista, que simbolizaba la fuerza, la pasión y el amor. Le entregué el anillo, la cajita y la garantía de autenticidad, y ella como toda respuesta me estampó un beso en la mejilla. Fue algo raro, pues acto seguido intentamos hacer el amor en la canastilla del globo, pero estábamos demasiado eufóricos para concentrarnos, por lo que abortamos el intento de penetración, le saqué la punta de verga que alcancé a meterle y nos subimos la ropa interior y los pantalones. Nos casamos, pues, la familia de Javiera se opuso, pero luego de cierto tiempo al menos toleraron el hecho y parecieron aceptarme en la familia. Así viví con Javiera, por el rumbo de Satélite, cerca de un año, en el que ella siguió estudiando la licenciatura en relaciones internacionales, de la que se graduó con mención honorífica, mientras yo seguía como corrector de estilo en la revista de bienes raíces y micro-negocios, además de haber comenzado a publicar algunos cuentos en una tríada de revistas para caballeros, una de las cuales pertenecía a una editorial que se ofreció para publicar mi primer libro: una novela corta formada por doce cuentos independientes pero intercomunicados, a cambio de una pequeña suma, en rigor irrisoria de no ser porque eso, según yo, me convertía oficialmente en escritor, y 100 ejemplares del libro como pago de derechos. Esos meses podría definirlos como un estadio muy cercano a la felicidad. Pero ya se sabe que la felicidad, a veces, no es algo inmanente y suele terminarse pronto. Javiera comenzó a ausentarse cada vez más de nuestra casa por motivos laborales y eso creó un desequilibrio entre los dos. Los gastos hicieron que mi pago por la corrección de estilo en la revista, lo de los cuentos y el libro fueron ingresos que ayudaron pero no bastaron, fueran insuficientes para hacer frente a la vida de pareja, considerando, por lo demás, el estilo dispendioso al que Javiera siempre estuvo acostumbrada y no estuvo dispuesta a renunciar por nuestro matrimonio. Comenzaron los reproches a mí y a mi modo de vida que desde luego, ella, según dijo, no iba a tolerar, y menos con las intromisiones constantes de su mamá, que se empeñaba en compararme desfavorablemente con una sarta de adinerados pretendientes, no sé si reales o supuestos, que aspiraron, o aspiran todavía, a tener algo con Javiera. La revista cayó en posición de quiebra, cambió de dueños y éstos, que contaban con su propio equipo de trabajo, me liquidaron de inmediato. No pasó mucho tiempo para que la misma Javiera me echara en cara lo diferente que habría sido su vida si se hubiese casado mejor con alguno de esos pretendientes y no conmigo, que no era ya capaz ni de llevarla al cine o a cenar por falta de dinero. A Javiera, como parte de las relaciones públicas de su trabajo según decía, le dio por asistir a reuniones, alquilándose como hostess, demostradora, o modelo, y, además de que se vestía como piruja, como una golfa que verá a sus clientes, llegaba tardísimo a la casa o hubo veces en que incluso no llegó hasta el día siguiente. En ese periodo nacieron mis sospechas de que Javiera salía con alguien más, pero guardé silencio, en espera de que todo se solucionara en cuanto yo consiguiera un nuevo empleo y así pudiera pedirle que dejara de alquilarse. Pero no había plazas disponibles en lo que yo buscaba, y tuve que aceptar el trabajo de encargado del departamento de niños en unos almacenes de ropa de saldos, y la paga era sólo mejor que nada. En todo caso, una noche de quincena intenté reconquistar el interés de Javiera y decidí gastarme todo mi pago, de ser necesario, llevándola a escuchar mariachis a Garibaldi. Sólo que Javiera no volvió esa noche ni ninguna otra. Muy pronto me enteré, por los periódicos deportivos y de espectáculos, por los portales de Internet, que a ella se le relacionaba íntimamente con Fulgencio, el Chencho, Fitipaldi, el célebre futbolista brasileño avecindado en México, centro delantero de los Lagartos Salvajes e imagen de cuanta marca está de moda en televisión. Javiera apareció, días después, al lado de Chencho Fitipaldi en un comercial de paletas de hielo y en otro de papas fritas. Esto último fue devastador para mí. Pensé en denunciarla por abandono de hogar y adulterio, pero ¿habría logrado algo? De hecho, ella misma se encargó de enviarme a través de su abogado la petición de divorcio. Yo firmé todo, rápido, en un estado de irrealidad, aunque el abogado no perdió oportunidad de pasarme los mensajes intimidatorios de su clienta si me empeñaba en prolongar la separación. Sólo hasta después caí en una profunda depresión que me supo muy amarga. No topé con el fracaso matrimonial nada más, sino también con la humillación. Con la traición de Javiera, que era captada por las cámaras de programas del corazón asoleándose con Chencho Fitipaldi en las playas de Cancún y Puerto Escondido, o por las de los tabloides deportivos en antros de Los Cabos o Acapulco, mega pedísima, igual que su nuevo wey.

dIEZ
Hazme el amor.

La primera vez, Katyana se lo pidió con voz melosa, esparciendo su aliento en el rostro de Malaquías. Lo había escuchado con atención, quizá sin comprenderlo, pero dejando que su historia la calentara más. Él nunca dijo nada para excitarla, pero eso poco importó porque ella había elaborado su fantasía con él y ya la tenía en mente, con ansiedad de realizarla.

Quería, por ejemplo, probar esa verga que Malaquías metió apenas en Javiera, arriba de un globo aerostático, y deseaba comprobar si con ella se movería igual que con Javiera, sobre hojas crujientes en el bosque. Su humedad, simplemente, lo exigía.

Pienso en Javiera, aún. A su lado, perdí.

Ahora me tienes a mí, para ganar. Cógeme, ¿sí?


oNCE
El primer encuentro fue en Sheraton, Centro Histórico.

Ella escogió el hotel.

Malaquías pidió una habitación que Katyana pagó sospechando que él no tenía dinero suficiente, e hicieron el amor en cuatro posiciones. La última fue más placentera que las iniciales, porque para entonces ya se habían mezclado a mil sus ritmos, si bien en la primera Katyana estaba tan urgida que estalló, con placer inolvidable, desde los primeros roces.


dOCE
Se frecuentan en hoteles por toda la ciudad de México. El esposo de Katyana, viajero constante, sin saber patrocina los encuentros íntimos, mientras Malaquías procura invitar cafés, helados, cine y una que otra comida en modestos restoranes.


tRECE
No siempre desea verla y cuado quiere no siempre es posible, porque es casada.

Para él, la relación fructificó en una segunda novela corta, de temática amorosa, que en teoría encontró editor y promete una paga que ayudará a saldar algunas deudas y salir adelante, al menos de momento.

La trama narra no un amor cualquiera, sino uno especial para el autor, como suele suceder. La historia de Javiera y Malaquías, más o menos velada con nombres ficticios, sacados de la manga.

Para Katyana, que se sintió entusiasmada desde el primer momento en su papel de musa indirecta, inyectando fuerza creativa al escritor, Malaquías significa muy buen sexo, atención que el marido no siempre le presta y la oportunidad de saciar un instinto de redentora y de ser protagonista en la vida de alguien más. Pero, sobre todo, él le sigue recordando a Goyeneche.

Nada menos. Pero, irremediablemente, nada más.


cATORCE
El cielo está negro. Relampaguea. Inicia una llovizna que se intensifica de a poco. La gente apura el paso y busca refugio. Las ratas corren por las jardineras. El afiche de la ópera Insomnio posmoderno es sacudido por el viento e impide leer quién la interpretará. Hoy es una de las funciones.

La tormenta es inminente. Katyana no llega. Oscurece. Malaquías consulta su reloj y se levanta para dirigirse al pórtico del Palacio de Bellas Artes y guarecerse. Atraviesa la resbalosa explanada asegurando cada paso, para no patinar por el agua. Estallido poderoso en la bóveda celeste. De alguna manera, Malaquías imagina, sin querer a Katyana, con Javiera perdida, solo, que así se camina a un lado del abismo.

Cae.





josé noé mercado
ciudad de méxico

5de2mil9

Friday, May 01, 2009

Creer


A PAACM,
q, x fortuna, tb cree

"De niño creía todo lo que me decían, todo lo que leía, y cualquier idea surgida de mi desbocada imaginación. Como consecuencia, pasé un buen número de noches sin dormir, pero en compensación llené el mundo en que vivía de colores y texturas que no habría cambiado por una eternidad de noches apacibles. Incluso entonces sabía que en el mundo había personas, de hecho demasiadas, cuyo sentido de la imaginación estaba entumecido o totalmente desprovisto de interés, y que vivían en un estado mental parecido al daltonismo. Siempre he sentido lástima por ellas; ni siquiera imagino (al menos por aquel entonces) que muchas de aquellas personas sin imaginación me compadecían o me despreciaban, no sólo porque era presa de un sinfín de temores irracionales, sino también porque era profunda e incondicionalmente crédulo en casi todos los ámbitos".


Stephen King
Pesadillas y alucinaciones I
(Introducción)