La versátil mezzosoprano Itia Domínguez Rosales se presentará este sábado 17 de junio de 2017 en el Auditorio Francisco Eduardo Tresguerras, de Celaya, Guanajuato. La polifacética intérprete, a quien el público habitualmente puede disfrutar en sus apariciones con Solistas Ensamble del INBA y en
Myst:
My Soundtrack, ofrecerá un rico programa Broadway, con reconocidos pasajes de
West Side Story,
The Wizard of Oz,
Evita,
Wicked,
Les Misérables,
Cats,
Chicago y
The Phantom of the Opera.
En el concierto, Itia será acompañada por diversas voces jóvenes del Conservatorio de Música de Celaya, una veintena de bailarines y la Orquesta Sinfónica Juvenil Silvestre Revueltas, bajo la batuta del maestro Antonio García. La intención es clara: brindar un gran espectáculo musical al público celayense para que pueda atesorarlo en su memoria.
En inmejorable contexto, posteo la entrevista que le realicé a la cantante hace algunos meses, y cuya
versión compactada se publicó en la revista Pro Ópera, en noviembre del año pasado. A continuación, dejo el
director's cut de esta interesante conversación sobre música vocal:
Itia Domínguez Rosales:
"Lo más valioso de un cantante es el control de su voz"
Por José Noé Mercado
En la rojilla y mitificada
Cuba de los años 80, esa que saltó al imaginario colectivo entre otras razones
por el éxodo de Tony Montana en la cinta Scarface
de Brian de Palma que seguía de cierta forma senderos fílmicos transitados por
Francis Ford Coppola en The Godfather
Part II, una niñita rubia y mexicana se enamoró del canto.
La pequeña rondaría los
tres años de edad y había sido
avecindada en la isla debido al trabajo diplomático de su padre. Ya desde
entonces percibía que estaba en un país en el que la música formaba parte
sustancial de la vida de sus habitantes. Y para ella, para su existencia, los
sonidos musicales, los ritmos, los géneros que escuchaba a su alrededor,
habrían de convertirse no sólo en un gusto irrefrenable, sino en un destino
profesional.
Esa chica descubriría su
voz de manera anecdótica, chistosa, en un cuarto de baño humedecida y con
espuma jabonosa resbalando por su cuerpo, mientras su madre la duchaba.
Itia Domínguez
Rosales, hoy mezzosoprano, maestra de la Universidad Anáhuac del Sur e
integrante del grupo Solistas Ensamble del Instituto Nacional de Bellas Artes, recuerda
así su infancia, que fue la puerta de entrada para su futuro musical: “Mi mamá
siempre fue una persona completamente de izquierda. Ella me bañaba y me cantaba
el Himno Comunista. Yo tenía tres
años de edad y ya me lo sabía porque lo cantaba con ella todo el tiempo, así
como también todo tipo de canciones revolucionarias. Luego aprendí cosas más
ligeras como Tania Libertad y Pablo Milanés. Pero para mí, ese lazo con mi mamá
era grande e importante, porque partía de que yo deseaba cantar como ella. La
escuchaba y decía: canta hermoso. Por ello, cuando me encontraba sola, jugaba a
cantar como mi madre. Por supuesto, después empecé a cantar lo que me gustaba a
mí, hasta que entré en una escuela de iniciación musical y me pusieron repertorio
que era cómodo para una niña, como yo”, explica en entrevista.
El retorno de Itia a la patria
La pequeña también probó
suerte con algunos instrumentos para descubrir qué era lo que verdaderamente le
fascinaba al hacer música. Si por eso su papá le regaló una guitarra, luego
dos, tres y cuatro, sin que lograra hacer click
con ellas, puesto que lo que le atraía, lo que le hacía sentir cómoda, era el
canto.
Así fue hasta la
adolescencia, cuando a los trece años de edad regresó con su familia a México y
tuvo que dejar de lado la música por un tiempo, ante el cambio y descontrol que
implicaba su retorno a nuestro país. “Fue difícil acoplarme, porque me encontré
con otro tipo de sociedad, una que no conocía luego de estar fuera de ella
durante años”, asegura.
Pasó el tiempo y a su
madre, médico de profesión, le otorgaron la dirección de un hospital en Celaya,
Guanajuato. Itia se sintió feliz, porque descubrió que en aquella ciudad del
Bajío estaba el Conservatorio de Música y Artes de Celaya, en el que ingresó a
la edad de diecisiete años.
“En ese entonces, era una
iglesia habilitada como escuela de música gracias a que un sacerdote consiguió
los apoyos necesarios”, rememora la entrevistada. “Las bancas las había donado
una escuela que ya no las quería, había sólo cuatro pianos y poco más. Pero
había muchos maestros rusos que iban de Querétaro y Guanajuato que le echaban
muchas ganas para brindar una buena base musical a los alumnos. Los
conocimientos musicales que tengo, la teoría fundamental, que considero
bastante sólida, son gracias a ese conservatorio”.
A la vez, aquella chica de
belleza rubia, pero desde entonces distanciada del estereotipo stupid blonde en el que más de una
persona se equivocó en clasificar, cursó la preparatoria como parte de una
formación integral, antes de volver a la Ciudad de México, donde decidió
emprender una licenciatura.
Hizo exámenes para la
Escuela Superior de Música del INBA y la Escuela Nacional de Música de la UNAM
para ver en cuál de ellas se quedaba. Para su sorpresa, se quedó en ambas. “Le
pregunté a mi mamá: ¿y ahora qué hago?”, relata la cantante. “Y ella me
respondió: pues estudia en las dos. Así que en la mañana iba a la Superior y en
la tarde, nada más comía, me iba a la Nacional. Además, quedaban súper cerca y
aprovechaba para irme caminando”.
Pero llegó un momento en
el que Itia tuvo que decidirse por un maestro de canto. “No era sano para mí
escuchar diferentes opiniones, que quizás te querían decir lo mismo pero a la
vez eran distintas”, apunta. Por eso en la Escuela Nacional opté por aprender
otro instrumento. “Le dije a mi papá que me comprara una flauta, estudié
intensivamente tres semanas para aprobar la audición y me quedé en flauta. Así
estuve dos años. De hecho, consideré la flauta como una herramienta para
mejorar mi canto porque el cantante utiliza como base el aire y un flautista
necesita el control del aire absoluto, así que eran disciplinas complementarias”.
En el año 2002, consiguió
una beca del Conaculta y una vez que quedó atrás su experiencia con la flauta,
se dedicó por completo y con toda tranquilidad a concluir la carrera de canto
en la Escuela Superior.
Tráigase unas zapatillas
La reconocida mezzosoprano
Maritza Alemán fue la única maestra de canto de Itia Domínguez durante su etapa
escolar. “Cuando salí de la licenciatura comencé a buscar otros maestros e
incluso cursos con maestros extranjeros, interesada en que me escucharan, pero
sobre todo en escucharlos yo a ellos”, relata la entrevistada con ciertas
reservas sobre esas clases con maestros de ocasión. “En mi perspectiva, difícilmente
puedes tener una buena clase con un maestro que tiene demasiado que enseñarte en un tiempo muy
corto. Se entra en una especie de tensión: el maestro por enseñarte y tú por
querer aprender. A mí no me ha funcionado. Pero me gusta escuchar lo que tienen
que decir sobre mi voz y sobre mi canto, porque es algo que puedo absorber, que
me puedo llevar para experimentar en mí y hacerlo práctico en mi canto”.
Por eso, Itia considera a
Maritza Alemán como persona fundamental en su carrera. Aunque la primera
lección que aprendió de ella, cuando llegó a su clase, fuera algo bochornosa.
Y, en rigor, no fuera la única de ese estilo. “Es que yo llegué en tenis a su
clase. Me dijo: se me regresa a su casa y se pone unos zapatos, porque usted es
una cantante de ópera y no puede venir vestida así. Le dije: pero es que me
vengo caminando de mi casa. Y respondió: pues tráigase unas zapatillas en su
mochila y cuando venga al aula se las pone. Usted tiene que lucir como una
cantante si va a cantar ópera. Y si no se ve así, como una cantante que respeta
lo que está haciendo, ¿quién la va respetar? Nadie”.
Pero aquello tenía una
razón de ser, según aquella jovencita que no sólo comenzó a calzar las
zapatillas, sino que hasta el día de hoy suma a su natural vanidad femenina un
férreo cuidado de su imagen visual. Escénica. “Maritza cantó muchos años en
Europa”, explica. “Acumuló mucha experiencia y solía detectar fácilmente las
cualidades para que un joven pudiera desarrollar una carrera. Cuando yo era más
joven me encantaba usar pulseritas, pero un día la maestra llegó y me las cortó
con unas tijeras”.
En la muñeca izquierda de
Itia lucen un par de pulserillas durante la conversación, lo que pese a todo lo
referido parecería una muestra de carácter y tenacidad. Quizás esos dos elementos
le impulsan a realizar múltiples actividades simultáneas en una agenda que
suele comenzar en los primeros minutos del día. Raro sería que no utilizara la
silenciosa complicidad de la madrugada para estudiar cierta partitura o las
adultas horas de la noche para seleccionar el programa musical de algún
proyecto, porque el resto del día lo tiene ocupado.
“Y Maritza era así en
todos los sentidos”, continúa la protagonista de esta historia. “En todo se
fijaba a partir de su experiencia. Un día canté un recital de Mozart en la
escuela. Terminé, me abrazó y me dijo: oye, Itia, felicidades. Qué bonito tu
vestido. La verdad yo pensé que no acabarías de cantar porque ibas muy mal y lo
hiciste muy feo, pero por lo menos tu vestido está muy bonito. Luego lo agarró
de bullying contra mí y en otras
ocasiones me decía: qué bonito tu vestido, pero ése no canta. Ponte a estudiar.
Era muy estricta y lo hacía con el propósito de sacar lo mejor de ti. Me enseñó
mucho en lo personal y en lo musical desde la primera vez, desde su experiencia
de haber sido una gran cantante”.
—¿Qué tan recto o sinuoso fue tu proceso de formación vocal?
—Fue difícil. Cuando
empecé a cantar en el Conservatorio de Celaya era de edad muy pequeña. Entonces,
obviamente el repertorio era de soprano. Por eso siempre experimentaba no
dificultad —porque las notas las tenía— sino cierta incomodidad. Como no me sentía
muy cómoda, llegué a sentir que cantar no era lo que tenía que hacer en la
vida.
Cuando empecé a estudiar
con Maritza, me dijo: vamos a cantar todo por tu edad. Todo lo que haya que
cantar, lo haremos. Y de repente me ponía arias de soprano y luego de mezzo,
para encontrar esa comodidad sin que me estresara, sin que me saliera de
la cabeza: mezzo, no; soprano, no; sino del instrumento, de mi propia voz. En
ese proceso hubo baches enormes donde me perdía y de plano no sabía para dónde
emitir, al grado de sentarme en el piano a llorar y pensar: ya no voy para
ningún lado, me lastimé o algo me pasó.
—Al estar aquí, hoy, deduzco que no fue así…
—No era así. La verdad
tuve mucha paciencia con Maritza y ella conmigo muchísimo más, porque a veces le
lloraba y le decía: ya, renuncio, ya no puedo hacer esto. Hasta que de repente
fui encontrando el camino. Ella siempre me dijo algo que nunca olvido: yo te
voy a enseñar a cantar, pero cuando realmente vas saber cantar será cuando ya
no te dé más clases. Entonces aprenderás a resolver una partitura por ti misma.
En ese momento no lo
entendí. Terminé la carrera, incluso los sinodales de mi examen profesional me
dieron diez, ni yo me lo creía. Y un día de pronto me dije: ahora ya no tengo
maestra, ¿qué voy a hacer? A la vez me salieron compromisos de trabajo ya como
cantante profesional y me preguntaba: ¿quién me va a revisar? En la escuela
tenía un repertorista, tenía a mi maestra y de pronto ya no tenía a nadie. Tenía
que hacerlo yo sola y no medianamente bien, sino como una profesional, como
si yo tuviera que enseñarme a mí misma y a otros.
Mi voz cambio de ser la de
una estudiante a la de una cantante profesional. Ahí me di cuenta,
experimentando con mi voz, con el sonido, con el repertorio, de la verdad de
aquella frase de Maritza Alemán. Comencé también a impartir clases de canto y
me di cuenta de que aprendía de enseñar, de escuchar cosas que no estaban bien,
y en ese proceso percibía que yo también hacía algunas cosas mal, pero a través
de ese camino de enseñanza encontré la forma de hacerlas bien. Cuando superé esa
etapa, mi voz comenzó a funcionar de otra manera.
—El cambio de chip de
estudiante por uno de profesional puede ser traumático…
—Creo que en el canto,
pasar de alumno a profesional es muy complicado porque todos tenemos el miedo
humano a ser juzgados. Y en tu proceso de estudiante sólo vives para ser juzgado
todo el tiempo, casi nada te es aplaudido. Si realizas un recital de canto van
a estar tus profesores y van a ver tus cualidades, pero sobre todo tus defectos,
lo que haces mal. Para corregirlo, obviamente, pero en tu cabeza está presente
el dedo juzgador que se vuelve muy difícil de sobrellevar.
En el momento en el que
decides ya no sufrirlo porque pasas de esa etapa a otra, en la que asumes que
debes entregar algo a la gente ya como profesional, a la gente que está ahí
frente a ti, escuchándote, todo cambia.
—El escenario, en ese sentido, puede llevarte a la mayoría de edad
artística…
—Sí. Un maestro de teatro,
una vez, me hizo entender que un espectador viene a la ópera, al teatro, a una
sala de conciertos, con el deseo de que el intérprete lo saque, aunque sea por
un segundo, de su realidad. El público quiere ser transportado a otro lugar y
eso tiene que ser tu finalidad como artista. Cuando no lo logras porque estás
preocupado por las notas o si estás tenso porque te van a juzgar o porque se te
va a quebrar la voz, no pasa nada, no vas a lograr el objetivo. Y eso es lo
peor que te puede pasar como artista, que no pase nada y la gente salga de
verte tal como entró, sin experimentar nada. Eso me quedo muy grabado en la
mente en ese período de transición y lo volví mi finalidad.
—En los últimos meses el público ha podido escucharte en obras, géneros,
compositores, épocas y formas de hacer música muy variadas y contrastantes. ¿Cómo
logras esa versatilidad?
—Canto lo que a mí me
gusta, lo que no me gusta no lo cantó así me digan que está padre o que el
compositor se rayó. Al principio, cuando estás iniciando, obviamente cantas
todo lo que te dan. Pero en todo caso, siempre la música tendrá algo que
aportar. Un coach me dijo una vez: si
la música está fea y te sale fea, es tu culpa. Y sí, hasta de una partitura no
muy agraciada puedes hacer algo lindo, darle una interpretación digna.
Ahora siento muy cómoda mi
voz, tanto en lo clásico como lo popular. Cantó lo que me apetece, no necesita
ser de alguien consagrado. He participado, por ejemplo, en el Foro de Música Nueva
y me encanta, aunque todo el mundo lo odia, porque es una forma de mantener
viva la música. No todo el tiempo se puede hacer repertorio de hace trescientos
años, que está muy bien, es maravilloso, pero las mentes se renuevan, las
sociedades cambian y su música también.
También creo que lo más
valioso que puede tener un cantante es el control de su voz, la técnica y
tu voz es una misma, lo que quizás cambia es la emisión, eso puede ser
diferente. Pero lo importante es tener el control de tu instrumento en esos
géneros distintos y lograr que tu voz se ajuste. Ahí hay un conocimiento que
puedes integrar a tu canto. Lo que sigue es permitírtelo, atreverte. Puede que
no quieras o no te interese. Pero puedes dominarlo, pues un género no está
peleado con otro, aunque claro que también hay que saber diferenciarlos y
ubicar los repertorios que te quedan. Hay algunos que por tu constitución
física, incluso por tu raza o por algunos otros factores, no te quedan, pero
eso lo puedes identificar en cinco segundos.
—¿Cuál es entonces tu centro gravitacional como cantante?
La ópera es lo que más me
gusta. Y dentro de este género, mis personajes favoritos nunca son los
principales. Me encanta ser la cómplice. Eso me fascina. Disfruto más ese tipo
de personajes que el cantar roles protagónicos.
—¿Cuál es la razón? ¿Ésa es tu personalidad?
—Creo que sí, no me lo
había preguntado. ¡Lo voy a consultar con mi psicoanalista! Pero fuera de
bromas, lo cierto es que prefiero siempre un personaje cómplice que un
principal. El drama está muy bien, tirarte al llanto, o ser la bonita de la
fiesta. Pero lo otro es algo que me entra en la vena y es una manera muy
particular y muy personal de disfrutar los personajes. Pienso que es porque
asumo que el protagonista de una historia necesita un cómplice, alguien en
quien recargarse, un apoyo, una contraparte que le impulse a realizar sus
acciones, a quebrarse.
—Dame ejemplos que hayas interpretado bajo esa óptica...
Eso lo disfrute mucho
cuando hice el papel de Bianca en La
violación de Lucrecia de Benjamín Britten, porque fueron momentos muy
fuertes que te transportan a la vida real. Un personaje abusado es muy triste,
pero es más triste ser el que lo ve; es más doloroso ver y no poder hacer nada
o a la mejor sí poder pero no atreverse. Ese tipo de personajes se vuelven
cómplices, hasta un punto psicópata y me encanta interpretarlos.
Participé en Hansel y Gretel de Engelbert Humperdinck
e hice La bruja. ¿Quiénes son Hansel y Gretel sin una bruja? La grabé y
disfruté mucho cantarla porque además todas las mujeres en su momento quieren
ser una bruja y carcajearse de sus maldades. Hace algunos meses volví a esa
ópera, pero canté el Hansel, que me gustó, es lindo, es principal, pero
definitivamente no es La bruja. Cuando hice El
niño y los sortilegios de Maurice Ravel dije: qué aburrido niño, porque
había múltiples cosas-personajes a su alrededor mucho más divertidas que él. En
El doctor milagro de Georges Bizet
fui La mamá. La adaptación del libreto me gustó mucho porque era una
madrastra inmadura que de repente pelea con la hija de su esposo, una especie
de mamá hermana cuyo grado de inmadurez fue muy divertido de representar.
—Cuéntame de tu faceta docente. Aparte de haber dado clases
particulares, impartes en la Universidad Anáhuac del Sur, con la particularidad
de que lo haces para jóvenes de carreras distintas al canto y a la música y constantemente
presentas programas musicales con esos alumnos.
—Ha sido un reto bien
padre que el destino me puso enfrente. Me hablaron de esa universidad,
interesados en que formara parte de su cátedra, pues me explicaron que la
escuela tiene una orientación humanista y buscaban humanizar a los estudiantes
proporcionándoles bases culturales que ayudarán a elevar su calidad
educativa. Me contaron que habían llevado eminencias y personalidades
auténticas de la música y que no había funcionado, pues sólo se interesaban
cinco o seis muchachos.
Así que preparé una propuesta
pensando que no soy tan vieja, que estoy cerca de los chavos, preguntándome qué
es lo que me hubiera gustado a mí tener en una universidad si no fuera músico
sino veterinario o arquitecto y aun así me interesara cantar. Busqué que el
proyecto fuera formativo y que tuviera un sentido de aprendizaje. Me concentré
en música ligera. Empecé con Los Beatles, con un programa basado en la cinta Across the Universe; hice audiciones
para los personajes porque pienso que una audición también es formativa y como
era una película tuve que hacer la adaptación y el guión porque no existía. Así
lo hicimos, lo presentamos y los muchachos se interesaron en seguir
cantando.
—Como un capítulo de Glee…
—Sí, todo mundo me lo decía. Pero lo importante es
que desde ese primer programa los muchachos tienen que llevarse algo aunque sean
de otras carreras, las actividades está diseñadas para que se empapen de
cultura musical. Por eso les preparo una miniconferencia de lo que se va a
interpretar, al menos como acervo informativo que les sirva de cultura general.
Tengo nueve facultades a mi cargo y hemos hecho programas de Ray Charles, Freddy
Mercury, Michel Jackson o El extraño
mundo de Jack y cuando se llegan fechas como navidad les pongo villancicos
o les digo: ahí les va Händel, entre otros compositores, y lo tienen que
cantar.
Eso ha sido una forma de
elevar el nivel vocal y musical de los muchachos, aunque no se dediquen a la
música. Saben por lo menos descifrar medianamente una partitura, algunos otros
lograron insertarse en producciones de Ocesa o abrieron una productora. Ésa ha
sido un poco mi aportación.
—Desde hace más de cinco años, eres parte de Solistas Ensamble. ¿Puedes
hablarme de tu participación con ese grupo del INBA?
Es un trabajo padrísimo.
Llegué gracias al maestro Xavier Ribes, quien me conoció, escuchó y audicionó
para entrar, porque ese era el requisito además de leer a primera vista. Me
quedé y ha sido muy afortunado para mí, porque el grupo es como una gran
familia donde todos tienen muchas ganas de trabajar. Las decisiones se toman
entre todos, igual que los programas que interpretamos.
Me he sentido muy cómoda y
satisfecha en estos años, porque siento que he tenido un gran crecimiento como
artista. Me gusta la misión de llevar el arte a todos lados en las giras del
grupo, de no solamente hacer conciertos y ópera en el Palacio de Bellas Artes donde
tenemos una sede. Presentar programas diferentes de forma continua es un
crecimiento y un reto muy grande que valoro mucho, porque estacionarme me
genera conflicto. La posibilidad que me brinda Solistas Ensamble de hacer
zarzuela, oratorio, opereta, repertorio mexicano y ópera me genera muchas
satisfacciones porque no me estaciono.
Además, el grupo tiene como
misión rescatar a los compositores mexicanos que tuvieron obra importante, que
se interpretó alguna vez y después se guardó en algún lugar. Por eso Solistas
Ensamble cuando se encuentra una partitura o sabe de un director que tiene repertorio
que hay que rescatar automáticamente dice: sí, y lo hacemos. Eso es algo que me
gusta, porque no todo pueden ser los highlights.
Hay música que vale la pena de ser rescatada para volver a escucharla.
—Desde que estabas en aquella bañera en Cuba hasta este momento, ¿cuál
dirías que es rol de la música en tu vida?
—El más importante. Tanto así que en cualquier
estado emocional necesito escuchar música, necesito hacerla como una catarsis
en mi vida. Y se volvió todavía más importante porque he hecho que mi pequeño
hijo Santiago la adore también. Entonces él se vuelve como una notita más en la
partitura de mi vida, donde sólo existe la música y mi hijo. Por el momento, no
tengo espacio para nada más. Son mis dos ocupaciones primordiales: ser músico y
ser mamá. Y las dos las disfruto tanto que me siento en el paraíso.