Fotos: ARIETTE ARMELLA/FMX
Posteo mi texto sobre la ópera Rusalka presentada en Bellas Artes como parte del 27 FMX y la temporada 2011 de la CNO. Algunos me la han solicitado desde hace días. Aquí está. Se publicó hoy en el periódico El Financiero. Quizás contribuya a una especie de ebullición que últimamente se ha dado en el ejercicio de la crítica y la crónica operística en México, aunque espero que no lo sea en el sentido algo atropellado en el que se ha suscitado en algunas plumas.
Además de agradecer a todos los lectores que me han externado sus comentarios sobre la nueva imagen de este blog escribicionista, y dadas las circunstancias que he mencionado, aprovecho para poner el link a mi credo crítico, publicado hace algún tiempo en la Revista Cultural Replicante. Eso sería.
Periódico El Financiero
Jueves 24 de marzo de 2011
Bajo las aguas
Rusalka en Bellas Artes
x José Noé Mercado
Entre Bedrich Smetana, autor de tintes oficialistas que ocupa un lugar destacado en la historia lírica con La novia vendida, y Leos Janácek, primero compositor rechazado por el stablishment, luego altamente reconocido, referencial e imprescindible por su capacidad musical, su lenguaje contemporáneo y la fuerza expresiva de obras como Jenufa, Katya Kabanova o Desde la casa de los muertos, Antonín Dvorák sobresalió internacionalmente con su sinfonía Desde el nuevo mundo y por su ópera Rusalka, de bella construcción y continuidad melódica con base en el leitmotiv wagneriano, a la que suma una historia que pone en escena parte de la mitología eslava.
Estrenada en 1901, Rusalka cuenta con libreto de Jaroslav Kvapil, y se presentó por primera vez en nuestro país los pasados 10, 13, 17 y 20 de marzo, en el Teatro del Palacio de Bellas Artes, en coproducción del 27 Festival de México y la Compañía Nacional de Ópera (CNO).
Jorge Ballina diseñó una escenografía dinámica y contemporánea, arropada espléndidamente por la iluminación de Víctor Zapatero y el magnífico vestuario de Eloise Kazan.
En esta ocasión, sin embargo, la propuesta de Ballina mostró una mirada reiterativa y nostálgica de su propio trabajo, sin la concreción plástica de belleza que alcanzó, por ejemplo, en El anillo del nibelungo, pero sí de su problemática con plataformas hiperquinéticas que dificultan ya no se diga el canto, sino el tránsito y acceso a ellas, como lo demostraron las torceduras de tobillo de al menos un par de participantes. Por lo demás, la escena dispuesta para contar la historia como un cuento infantil no logró recrear del todo lo que pretendía. Una serpentina telar difícilmente logró el efecto acuífero y durante la mayor parte del tiempo parecía más un canasto de mimbre teñido de azul y no el marco de un lago.
La dirección escénica de Enrique Singer presentó con coherencia y lógica la trama y las acciones, aunque naufragó en las escenas largas que componen la obra, ya que la monotonía de movimientos y la falta de una expresión nacida más del interior de los personajes cayó en un estatismo colindante con la aburrición. Si por algo los pasajes más lucidores fueron aquellas citas sergiovelianas de las ondinas del Rin y no sin estorbosos cables y arneses y dobles visibles.
El rol protagónico fue encomendado a la soprano sueca Elisabet Strid, quien se desempeñó como una gran Rusalka, con voz cálida, bella y resistente, de técnica notable. Actoralmente no demostró nada especial, pero se convirtió en una de las mejores importaciones de los últimos años considerando esa tendencia oficial y algo malinchista de traer tantos cantantes equis del extranjero a nuestros escenarios.
El tenor eslovaco Ludovit Ludha interpretó el papel del Príncipe y cumplió, pero poco más. Con una voz sin demasiado cuerpo ante el color orquestal de esta partitura, con mayor énfasis en la colocación del sonido que en su belleza o en la ortodoxia de su emisión, no estuvo a la altura de su ninfa acuática. Con mejores cualidades y un canto de mayor envergadura participó el bajo ruso Alexander Teliga como el Espíritu de las aguas.
La dirección concertadora de Ivan Anguélov, al frente de la Orquesta y el Coro del Teatro de Bellas Artes (esta última agrupación de inocultable mejoría sonora bajo la preparación de Xavier Ribes de los últimos meses), si bien mostró conocimiento y cercanía de la partitura y cuidó el ritmo vocal de los solistas, no se transformó en una lectura particularmente vital. Con tiempos poco emotivos y una batuta refrigerante, quizás faltó calor a la música, al conflicto, al drama, a su desapasionada versión.