
Balcón original de Rosina, en Sevilla, España, a donde dice la leyenda que Almaviva le llevó serenata. Foto: éoN.
Posteo mi crítica de la puesta 2007 de
El barbero de Sevilla en BA. Éxito de público, desastre según la crítica especializada. Una de las dos partes no está viendo las cosas bien. ¿Cual será? ¿Quién ofrece los mejores argumentos?, ¿a quién creerle?: that-is-the-question. Y preguntas, muchas preguntas, es lo que me arrojó, en lo personal, escribir esta crítica.
El barbero de Sevilla en Bellas Artes
Por José Noé Mercado
La
colonización de la Compañía Nacional de Ópera comenzó, en el Teatro del Palacio de Bellas Artes, los pasados 1, 3, 5, 8, 10, 12 y 15 de julio, con la presentación de siete funciones de
El barbero de Sevilla de Gioachino Rossini, en un montaje importado del Teatro Colón de Buenos Aires.
Esta producción es, por así llamarle, el comienzo de la puesta en escena del acuerdo de colaboración firmado entre la CNO y el Teatro Colón, que en México, en rigor, se ignora en qué consiste a ciencia cierta. ¿Se trata, simplemente, de un contrato de arrendamiento de producciones? ¿Es el pago de este alquiler una colonización de nuestra ópera? ¿Será una erogación, un gasto, a cambio de presentar puestas en escena que luego de ello no dejarán acervo de montajes, no acrecentarán el repertorio de producciones, ni acarreará otro beneficio tangible fuera de salir del paso en la presentación momentánea de ópera en nuestro llamado máximo recinto artístico?
Las respuestas a estas preguntas no son, o no deberían ser, asuntos menores, pues de ellas depende saber si la CNO asume con esta
colonización, que continuará de menos con
Diálogo de Carmelitas y
La ciudad muerta, su incapacidad, ¿económica, artística, administrativa, imaginativa?, para producir ópera, función principal, y razón de ser, de su existencia. ¿La renuncia de José Areán —no anunciada oficialmente pero presentada de facto entre la cuarta y quinta función de estos
Barberos—, a la dirección general de la CNO, y que hasta el momento de escribir estas líneas no se sabe si fue, o será, aceptada o rechazada por las altas autoridades culturales de México, tendría que ver con todos estos asuntos, o con la calidad de lo ofrecido al público en esta producción?

Caminito
Porque en última instancia, este
Barbero de Sevilla que contó con la dirección escénica, escenografía e iluminación de Willy Landin, independientemente de que ubica la obra más en la entrada de Caminito, en el barrio de la Boca, en los años 50, que en la Sevilla de finales del dieciocho, dándole así una lectura más o menos fresca, cierto: no en todo momento congruente e hilvanada en sí misma, ¿es una producción que justifica el gasto de seis millones de pesos por traerla a Bellas Artes? ¿No se hubiese podido hacer algo líricamente presentable y digno con ese dinero, o con menos, para producir un montaje nacional que incluso se quedara en nuestro país para futuras reposiciones? ¿Con base en qué se optó por esta decisión: fue lo más barato, lo más práctico, lo más brillante, lo mejor? Puesto que aun cuando este montaje del
Barbero del Colón tiene pasajes logrados, y otros malogrados, en su confección que recurrió más al entramado de
sketches que a una concepción y discurrimiento integral de la trama, es decir que se ajustó a la medianía operística que últimamente se presenta en Bellas Artes, ¿era nuestra mayor necesidad traerlo desde el Cono Sur? ¿Quién salió beneficiado, en concreto?
Rossini Unas líneas, ahora, del elenco que fue, igualmente, irregular. El rumano George Petean interpretó un Fígaro de buena factura vocal, más taita, más bacán, que factótum, producto de la dirección escénica de Landin, que hizo de Rosina una paica fresa, más lolita: con todo y apapachos a su osito de felpa —quizá de ahí la atracción real que ejerció sobre Almaviva—, que ingeniosa y aguzada. Alternaron funciones en este rol las mezzosopranos Nancy Fabiola Herrera, española que mostró buenas cualidades en la zona aguda y ligereza en las coloraturas, y Carla López-Speziale, compatriota destacada en las agilidades, escénicamente una mezcla de bien portadita y caprichuda: lo que ayudó a sacar adelante la concepción impuesta a su personaje, aunque en la región alta de su registro enfrentó algunos problemas de descompresión.
Para abordar al Conde Almaviva se importó al tenor Brian Stucki, de voz diminuta, acento norteamericano, y nivel acaso estudiantil. Histriónicamente se desempeñó, sin embargo, con mayor desenvoltura que el mexicano Rogelio Marín, alternante del rol en dos funciones, con instrumento más audible si bien con algunas desafinaciones en el
pasaggio, pero de actuación más bien chata, cuyos momentos más graciosos resultaron algo involuntarios, en el segundo acto, haciéndose pasar por don Alonso, cuando parecía caracterizado de una fusión jipiosa de Pablo Milanés y James Levine.
Beaumarchais Para interpretar a Don Bartolo se importó también al barítono catalán Enric Serra, de relevante trayectoria internacional, pero que podría considerarse, en términos coloquiales, lo que se dice un
cartucho quemado. Es decir, aunque simpático en escena, vocalmente ya no tiene nada qué ofrecer, razón por la cual se llamó de emergente, al sacarlo de la jugada y tratar de remediar la situación, al bajo-barítono mexicano Arturo Rodríguez, quién aun cuando tiene una voz interesante, será con más oportunidades, como ésta, que logre la soltura escénica que realce su trabajo.
Y a todo esto, ¿quién contrató a Stucki y a Serra? ¿Acaso no los oyeron antes? ¿Se puede ser directivo y confiar a ciegas en los agentes y hacer el trabajo, o creer que se hace, desde el escritorio? Por lo visto, no. Por lo escuchado, menos.
Las intervenciones más sólidas y convincentes correspondieron al Don Basilio del bajo Rosendo Flores, como siempre confiable y correcto, a la mezzosoprano Gabriela Thierry como Berta, la más desparpajada de cuantos aparecieron en escena, y al barítono Roberto Aznar como Fiorello, este par de cantantes con buenas interpretaciones pese a la brevedad de sus roles. O quizá por ello.
Rossini
Al frente del Coro y la Orquesta del Teatro de Bellas Artes se contó con la batuta del italiano Marco Balderi, quien, con acertado estilo rossiniano a decir verdad, a lo largo de las funciones enfrentó problemas en el balance sonoro entre la música y los cantantes quienes por ratos en definitiva no se oían, y en los tiempos que no lograron ser del todo eficientes según la emisión de los solistas.
El vestuario de Luciana Gutman estuvo al servicio de la puesta en escena de Landin, que, por lo que respecta a la iluminación, permaneció en constante penumbra, sin reflejar la brillantez y jocosidad de la trama y la partitura. Lástima.
Al finalizar estas funciones es válido preguntar si la gente se divirtió con este Barbero de Sevilla en Bellas Artes colonizado y la respuesta es que, en general, sí, salió contenta del teatro pues este título se defiende solo, pase lo que pase, cante quien cante, dirija quien dirija. Pero que en general así haya sido no significa que todos lo hayan aplaudido. No.
Baste con citar, por ejemplo, más allá de si hubo abucheos o no en algunos sectores del público, la contundente contestación que, durante la última representación, una gemelita dio a su mamá, que pedía a sus dos pequeñas, que no pasarían de los cinco años de edad, ambas con vestido blanco y estampado de manzanitas, que se rieran con esta ópera, puesto que era justamente para que se divirtieran: —Pero ma, ¿de qué quieres que me ría si todo esto son puras babosadas?