Pese a lo que me dicen las quemaduras, el sol, en realidad, nunca estuvo tan intenso. De hecho, algún día estuvo nublado. Y en otro incluso cayó una tormenta. Había bandera roja, en la playa.
Ya conocía Cancún, pero hacía rato que no iba. No me fascinó. Sólo hay mar, mucho mar y hoteles, muchos hoteles, y malls, todos idénticos. Por momentos pensé que Cáncún es, en realidad, un desierto. Un desierto con mar. Tiene lógica, porque, además, no soy fan de lo marino.
Sí, se disfruta el paisaje. Un rato. No voy a negar eso, pero ¿y luego? Y luego uno debe seguir en el mismo contexto. Con el paso del tiempo uno mismo se vuelve parte del paisaje y si lo percibe puede tenerse una sensación francamente desagradable y monótona que se pega a uno como la arena de la playa en el cuerpo.
Cierta vez una amiga, soprano para más detalles, me dijo que era una auténtica rata de asfalto citadino, urbano. Me acordé de esa amiga tirado en la playa, donde no hay mucho más qué hacer que no hacer nada. De repente me entretenía mirando el no hacer nada de los demás, pero luego me aburría y ni siquiera experimentaba esa ansiedad del ocio. Incluso me invitaron a jugar al vólibol de playa, pero ese mal posmoderno de considerar que las cosas no son buenas ni malas sino que simplemente no vale la pena hacerlas, se apoderó de mí.
Aunque la hotelería -cuya arquitectura parece artificialmente obsesionada con la forma piramidal como para estar en la onda maya- intenta que el huésped se sienta como en casa sin en realidad estar en casa, el huésped nunca está en casa y eso se nota. Tanto servicio, tanto hacerte sentir cómodo, que uno se siente incómodo, churrigueréscamente atendido. En cada una de mis camas, tenía dos king-size en el cuarto, había 10 almohadas que, por supuesto, terminaron en el suelo, más que todo porque yo no tengo tantas cabezas.
Junto al mar, uno puede estar encantado o puede estar desencantado. Como en todos lados, supongo. Pero eso de que en el mar la vida es más sabrosa no es necesariamente cierto. Es más, puede ser descaradamente falso. Porque uno, en contacto con la naturaleza, comprende, de pronto, las dimensiones desmesuradas de la existencia. Lo inconmensurable puede ser una ventana a la locura.
El mar de Cancún puede presentar unos matices de azul muy bellos. Pero a ratos también puede parecer un charco de pulque o de leche descremada, deslactosada y ligth. Hubo un momento en que pensé en la canción "Alfonsina y el mar", o mejor dicho en una Alfonsina que se adentraba en un mar de pulque, desde una playa reconstruida casi comercialmente luego de un huracán, como el que hubo hace un año aquí en Cancún y la escena me pareció un tanto como sacada de una Scary movie. Bueno, es que tirado en la playa no se puede pensar muy en serio o al menos no se busca mentalmente sino entretenerse con algún chicle cerebral que haga pasar el tiempo, como si éste no pasara tan rápido en la vida.
Cancún no es un sitio para pobres. Es muy caro y más lo es si uno se empeña en pagar en pesos y no en dólares. Aquí la moneda nacional como que no queda del todo claro cuál es. Esto mismo es algo que le da prestigio a la región, pero al mismo tiempo es el motivo de que nunca termine por ser un sitio del todo amigable. Se entiende que uno está de visita, nomás. De paso. Que no estará para siempre, pensamiento que a la larga resulta reconfortante. Un litro de agua enbotellada cuesta nueve dólares. Una bolsa de papas fritas (de las que por cierto me dieron un par de bolsas en el lunch del avión, ida y vuelta, lo cual francamente fue insoportable porque las Sabritas me aludieron a una persona cuyo comportamiento en los últimos tiempos podría calificarse de despreciable e infrecuentable) cuesta seis billetes verdes. Por supuesto no compré las Sabritas y demostré que no sólo sí puedo comer sólo una, lo que es contrario a su slogan, sino que también pude dejar de comerlas.
Sí, el tema de las mujeres no podía quedar fuera, y menos teniendo cerca un sitio llamado Isla mujeres donde, en efecto, hay mujeres. Y más que de mujeres, puede decirse que de lo pretendo reflexionar aquí es sobre el cuerpo humano y la desnudez. Llegué a una conclusión extrema. En la playa el cuerpo humano es menos excitante y atractivo que en una ciudad o en un pueblo o en una ciudad pueblerina. Cuando alguien está vestido, si nos atrae, su atractivo consiste en disfrutar su figura vestida e imaginar cómo sería, en un momento dado, sin ropa. Pero cuando alguien anda en tanga o en topless o en bikini, el encanto de producir el deseo es sustituido por la realidad, ni más ni menos. Uno observa todo lo que quiere observar y en ocasiones encuentra lo obvio: que todas las mujeres, y todos los hombres, tenemos lo mismo, más feo o más bonito, más o menos celulítico, más o menos ejercitado. Eso tan igualitario en lo humano, puede ser decepcionante, muy decepcionante y shockeante, en lo erótico, en lo amoroso, en lo lujurioso, donde uno aspira a algo único, especial, irrepetible. Vi muchos cuerpos hermosos. Vi muchas mujeres frondosas. Y confieso que sólo una mujer me llamó la atención realmente. Sólo una fue la que hubiese querido reencontrar ya en la ciudad, vestida, para dibujar su desnudez y tragar su unicidad. Y, curiosamente, lo que me llamó de ella fue más que su cuerpo, su rostro.
Aunque ahora mismo no estoy seguro si aquel cuerpo de mujer fue real, o si ya estaba insolado y tuve un espejismo.
Todo blogger y cibernauta tiene una autofotografía como ésta. Yo ya tengo la mía. Me la tomé en Cancún, matando el tiempo, en espera de volver por fin a casa.
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