Aquí no viene cualquiera:
Santa Fe, México
x José Noé Mercado
UNO
Acudo a Santa Fe por un siniestro. Una compañía aseguradora debe extenderme un cheque por concepto de daños automovilísticos a terceros. Yo soy ese tercero y aquí me encuentro, en el poniente de la inabarcable ciudad de México. En Santa Fe, que es vestigio de un pueblo hospital novohispano, minas y tiraderos, lo mismo que un elitista barrio financiero y concepto aspiracional y galáctico.
En Santa Fe, la exclusividad, la pretensión y la vanguardia es la idea. Por algo los corporativos transnacionales más poderosos, de capital mexicano o extranjero, tienen aquí sus oficinas en edificios inteligentes de diseño fashion y han convertido la zona en el conjunto urbano más importante y ostentoso de Latinoamérica.
Pero, en Santa Fe, la marginación, la pobreza, el contraste, la problemática de comunicación vial y el abastecimiento de agua, recuerda como un tatuaje en la piel que, después de todo, esto no es más que subdesarrollo.
Entre mayor opulencia y ostentación hay en el sitio, entre más notorio es el ánimo de primermundismo, más evidente resulta el tercer mundo al que pertenecemos. Aun cuando quien ahora hable de México deba referirse a un país en desarrollo, a una economía emergente. Que, en la realidad, para un porcentaje significativo de la población, se liga más bien a la emergencia.
DOS
Paso por detectores de metal y armas, un vigilante obeso me escanea y entonces ingreso en un edificio de cristal y acero. Aunque tiene decenas de pisos hacia arriba, desde donde todo, empezando por las personas, se mira pequeño, insignificante, iré hacia abajo.
Antes, me registro.
Una recepcionista rubia oxigenada y fresa me exige la credencial de elector. O mi carnet de conducir. Si no, no hay paso. Me da un gafete numerado de visitante. La extranjería queda señalada. Un par de policías vigila el proceso, escrutándome a la vez.
Un elevador de alta velocidad me sumerge cuatro niveles. Al salir, otro vigilante armado me pregunta si soy quien soy. Sí, le digo, pensando que quizás me atenderán de inmediato en la aseguradora. Pero no. Me interroga porqué bajé en ese piso, si debo ir a otro. Me hace saber que estoy en el lugar incorrecto, pero sobre todo que me vigilan a cada paso con cámaras ocultas. Onda reality show.
De nuevo, al ascensor. Aunque igual bajo.
Ahora entro en una oficina que tiene cómodos sofás de cuero para aguardar turno y cuadros abstractos, que pueden significar cualquier cosa, en las paredes. Me siento, me hundo. Así, el corporativo y su gente se ven más grandes. Hojeo una revista. Ojeo un artículo que explica que la principal generadora de valores, en la actualidad, es la empresa. Atrás dejó a los medios de comunicación, a la familia, a la iglesia. La oficina, ahora, forma o deforma al individuo. Ella, más que nada. Tiene lógica. Pertenecer o no pertenecer. A eso se reduce el dilema.
Por fin llego a una de las numerosas ventanillas, todas de cristal, seguro antibalas, para ser atendido. A mi derecha, un tipo trajeado y robusto desea cambiar las condiciones de su póliza para pagarla en dólares y saca de un portafolios de combinación electrónica varios fajos de billetes verdes. A mi izquierda, una señora de mediana edad discute, acalorada, su caso. Yo tiendo mis documentos a una chica pelirroja y con exceso de maquillaje y me limito a esperar ahí, de pie. Ella lee mis papeles y llena a mano unos formularios y les pone sellos, mientras, sin mirarlos, se pone de acuerdo, en código, a dónde irá a comer con sus compañeros, quienes al fondo, en cubículos desmontables, están enchufados a sus computadoras y a micrófonos de diadema. Listo, me dice, sin verme, vuelva en tres horas y podrá recoger su cheque aquí mismo. Imposible ir y volver en ese tiempo, que es el que a causa del tránsito infernal los oficinistas tardan sólo en venir o irse de estos rumbos. Mínimo, debo permanecer 180 minutos más en Santa Fe. Uf. Qué me queda.
TRES
Caminar por la zona de corporativos es complejo. Las distancias son largas a pie. Cortas, y por tanto inviables, en automóvil. El terreno es inconstante, pesado al andar. Como en toda barranca, hay subidas pronunciadas que luego se vuelven descensos enroscados. Los rascacielos, varios de más de 100 metros de altura, otros sobrepasan los 150, se construyen ya los de más de 200, muestran que los corporativos trascienden a todo individuo. De alguna manera, los aplastan. Fuera de los edificios diseñados por arquitectos de prestigio, en las explanadas, algunos oficinistas que portan con orgullo un gafete de pertenencia en la cintura fuman cigarrillos, beben Coca-Cola-Zero o comen fruta acarreada en un Tupperware. Una pareja discute. La chica llora, pero lo disimula al verme pasar.
Una de las avenidas principales de Santa Fe lleva el nombre del misionero Vasco de Quiroga, quien fundó este pueblo en 1532, con la idea de albergar a los indígenas marginados, a los pobres, a los enfermos, a los ancianos y a los niños. Hoy, Tata Vasco podría volver a fundarlo, puesto que, si bien hay mansiones de película en el área habitacional que valen millones de dólares, los desprotegidos siguen en los alrededores, en colonias proletarias, en casas modestas construidas por el ingenio y habilidad de albañiles que nunca podrían ser cool. Ahí, en esa otra pero misma Santa Fe que también fue minas y tiraderos de basura, la gente sí anda por las calles, sin traje sastre ni perfumes costosos, y compra comida grasosa en las esquinas.
CUATRO
Al Centro Comercial Santa Fe, desde que se inauguró, en 1993, el más grande de América Latina, con sus 5 mil cajones de estacionamiento, con más de 300 firmas exclusivas en sus tiendas, sólo se puede llegar en carro. O en taxi o micro, pero no a pie. Las avenidas son grandes, peligrosas para un peatón, o de plano es un tramo de carretera.
En ese tipo de calzadas principales no se puede estacionar sin que te levante una grúa, de las muchas que acechan. Por ello, las calles pequeñas, sobre todo las cerradas de un lado, están invadidas por coches que son vigilados por franeleros pandrosos que cobran, a cada uno, cuatro dólares al día por su labor. Lo que, sin duda, aunque tiene algo de informalidad, resulta más económico que entrar en un estacionamiento, de los pocos que hay por el rumbo, y pagar la misma cantidad, o sea su equivalente en pesos mexicanos, pero por hora.
CINCO
Han pasado casi tres horas, desde que salí de la aseguradora. Debo volver por mi cheque, sin haberlo visto todo, pero con la impresión de que, en esencia, sí lo vi.
Abordo un taxi de sitio, es la única opción, lo que significa que no cobra con taxímetro, sino a ojo de buen cubero. O sea, a capricho del chofer. No mames, por qué ocurre eso, le pregunto. Por la simple razón de que aquí no viene cualquiera, wey, me dice queriendo mostrar más mundo que el mío. A Santa Fe, o se viene porque puedes: gastar, consumir, comprar, o vienes porque debes: trabajar, venderte, sobrevivir. Yo por qué vine, reflexiono, a esta especie de yin y yang sin equilibrio: ¿porque puedo o debo? El siniestro, supongo, tiene la respuesta.
Excelente texto sobre un lugar infame.
ResponderEliminarSi no mal recuerdo Santa Fé era un hoorendo lugar que llamabamos "ciudad perdida" que los muchachitos lasallistas y maristas, buenitos que eramos, visitabamos con la nariz fruncida y tapada, para llevar "ayuda" a los niñitos pobres.
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