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miércoles, junio 02, 2010

Colima, México: Tanto tiempo

FUENTE: Skyscrapercity.com


Colima, México: Tanto tiempo
x José Noé Mercado


Una sensación particular me invade todo el rato que estoy en Colima. Un sentimiento exacto que termina por materializarse puntualmente: me sobra tiempo. Mucho. En tal cantidad, que esta entrega de Mundo Crónico no esperará más. La voy a despachar ya.


Tanto tiempo sin tener tanto tiempo, me digo de a muertito, en medio de una alberca enorme y azul profundo en la que estoy solo yo.

Mientras el sol me quema, y eso sí que latea, me da por pensar que estoy probando algo en cierto modo prohibido: una droga dura en los tiempos que corren: o sea, disfrutando de un tiempo que no corre.

Segundos y minutos que no avanzan o se estiran cajetosos y diluyen ese jet cotidiano y cabrón que no nos deja estar en un lado, fijos: el estrés. Crónico y posmoderno compañero de existencia urbana.

Aquí estoy, en Colima, Colima, quieto. Y sin embargo me muevo. O quizás sea al revés: no he dejado de moverme, pero no voy a otro sitio. Como esas mujeres que desde los ventanales de un edificio frontal me miran manotear en el agua. Ellas hacen spinning. Aprovechan el gimnasio del hotel para estar en forma. Pedalean con fuerza una bicicleta que no las acarrea. Y nos parecemos no sólo en que escurrimos sudor, sino en que matamos el tiempo que un día nos matará a todos.


Pero me estoy adelantando. Y eso en Colima, por lo dicho y porque algo tiene de estado-spa, no aplica en rigor. Retrocedo, entonces. A un panorama verde intenso y húmedo que se deja ver por la ventanilla del avión aterrizante y contrasta, en apariencia, con la advertencia de mis contactos colimitas de que en su tierra hace calor. Harto. Compruebo que ha llovido y ante mis expectativas eso le da un toque sexy a la región presidida por esos enormes pechos 36-D que son el Nevado de Colima y el Volcán de Fuego. Pronto me desengañaré, pues esa humedad es nada de fresca. Al contrario. Abochorna, cuece al vapor.


El aeropuerto, que más parece una hacienda rústica o una finca hotelera, me hace esbozar una sonrisa algo desencajada por su nombre: Licenciado Miguel de la Madrid Hurtado. Esa triste figura que presidiera México de 1982 a 1988 y que hace unos meses despotricara no más contra su sucesor, Carlos Salinas de Gortari, acusándolo de corrupto y de robarse fondos públicos. El ridículo show continuó con De la Madrid desmentido, para empezar por su familia y el aludido, y dándosele chance por enfermo y senil. O sea, cueck. Humillado y ofendido, él mismo terminó por quitarle validez a sus declaraciones y a lo que quedaba de él, doble cueck, pero no su nombre al aeropuerto.


Cielo nublado. La hierba mojada, árboles y palmeras escurriendo pasan a mi lado, en realidad todo barrido a mi vista. Voy en una troca sobre una autopista que me llevará a la capital del estado, a Colima. A la inversa, la carretera lleva a Manzanillo, a Guadalajara y, nunca se sabe, quizás hasta Roma. El cristal de la ventanilla está bajo y el viento acuoso me friega la cara y estira la piel, pero en buena onda. Tipo lifting facial, gratis. Si no me estoy quejando.


Me instalo en un hotel de las orillas, puntualizando que en una ciudad pequeña como ésta lo excéntrico es casi el primer cuadro de una metrópoli de mediana dimensión. Tengo un par de camas matrimoniales en mi cuarto. Me tiro en una, luego en la otra. Revuelvo las sábanas de las dos. Televisión con cable y control remoto, internet wifi sin señal suficiente, lo que me cargará todo el rato. Me acaloro. Enciendo el aire acondicionado, lo malo es que tiene una sola velocidad. Si requiero incrementarla debo llamar a recepción y esperar que me envíen un técnico y uf: too complicated.


Decido almorzar en el centro de Colima. Así que tomo mi llave de tarjeta, salgo a la calle y abordo un coche taxi. Me queda claro que son baratos. “A donde vayas deben cobrarte 15 o 18 pesos, wey”, me previno días antes por chat una amiga colimita, “si te ven la cara y notan tu extranjería te van a cobrar 30. Pero ni se te ocurra pagar más de eso en la ciudad”.

Si bien parece que el tiempo no pasa, se percibe que el día envejece en la medida que el calor arrecia. Eso lo capto de a una en mi andar por el primer cuadro en el que recorro jardines —en uno hay una muestra fotográfica sobre oficios—, callejones donde se juega ajedrez, museos y casas culturales con diversas colecciones que no me interesan demasiado. De hecho, se ven tan vacías como el vuelo que me trajo aquí. Por algo será.

Y eso que me empeño en buscar alguna exhibición de monos como se les dice acá a las figurillas y demás vestigios de culturas prehispánicas. “Incluso cuando se compra un saco de arena para construir es probable que te salga un mono: en Colima se encuentran hasta debajo de las piedras. Son suertes”, asegura una mesera que me acerca unos chilaquiles con pollo nada regionales y una cerveza igual de sudada que la gente de este local de antojitos.

“Son suertes”.

Ésa es una frase que muchas personas dicen en Colima. Me da por pensar que encierra una profunda sabiduría. La escucho y la repito numerosas veces en mi estancia.


No es raro encontrar en el centro reducidos lotes baldíos que ahora funcionan como estacionamientos de a 7 pesos la hora. Antes fueron casas, en Colima difícilmente se encuentran edificios altos, que se cayeron en alguno de los numerosos temblores que azotan la región.

Los sismos han dañado incluso la Catedral y el Teatro Hidalgo, aunque ambos inmuebles ya han sido remodelados y ahora, con todo y su arquitectura algo provinciana que armoniza con el resto, lucen mejor de lo que eran. Entre los terremotos recientes se encuentran el de 1995 que originó un moderado tsunami en las costas y el de 2003, cuya intensidad, dicen algunos, sobrepasó los 9 grados Richter. “Mas como diversas construcciones públicas resultaron afectadas se bajó el reporte oficial a 7.6 grados. De otra manera los seguros no hubieran pagado ni madres”, me jura un vendedor de cocadas.


Rojo. Los conductores de vehículos detenidos sobre las calles no parecen ansiar el cambio del semáforo. Verde. Diez segundos después el primer coche de la fila avanza. Luego de otros cuantos segundos, el siguiente automóvil embraga primera y se pone en marcha. Y así, sucesivamente. Esto me entretiene. Es una escena en slow motion que no veo con frecuencia, acostumbrado más a la neurosis y ansiedad vial. En mi estancia en Colima no escucho un solo claxonazo. Ámbar. Rojo, de nuevo.


El agua de una piscina se desborda por un extremo hacia unas rocas algo artificiales y de ahí me cae como en cascada. Estoy a la sombra en una zona inferior menos honda, sin nada qué hacer. Regresé al hotel, bebo soda. Puesto que de pronto la gente comenzó a desaparecer de las calles, los pequeños locales que venden ropa cara y no necesariamente de primera calidad y otros comercios minoristas cerraron.

Los colimitas en general están tomando la siesta. Entre dos y cuatro de la tarde, se entregan a esa costumbre que según la Wikipedia consiste en “descansar algunos minutos (entre veinte y treinta... Aunque puede durar un par de horas) después de haber tomado el almuerzo… Presente en algunas partes de España y Latinoamérica, pero también en China, Taiwán, Filipinas, India, Grecia, Oriente Medio y África del Norte. Entablando un corto sueño con el propósito de reunir energías para el resto de la jornada”. Que conste entonces que Colima, después de todo, bebe de algunas prácticas internacionales que, para mala suerte de mi tutito, no son globales.

Otra costumbre simpática de los colimitas es que cuando llueve no se está obligado a salir a la calle para llegar a una cita y ni siquiera a avisar que no se acudirá. En algunos barrios en la zona baja de la ciudad se producen ligeras inundaciones y para evitar la travesía es mejor quedarse en casa o donde uno se encuentre.

Considerando los embotellamientos inevitables, el tránsito caótico, las horas perdidas y las mojadas lateras que las lluvias me han significado en DeEfe para ir a donde he quedado, de hoy en adelante asumiré esta práctica colimita. Así que si llueve no me esperen, ni me llamen. No cuenten conmigo porque no llegaré.

Foto y video: Jonomerc

Esto es el siglo 21 pero ahora estoy en el 1800, una especie de restaurante-bar-antro, cuyo comedor es un patio cubierto no en su totalidad pero de tan buena vibra que incluso se puede conversar pese al decibelaje de la música grabada. La noche lluviosa se cuela por esa franja lateral descubierta y le da un acento bello a un ambiente que tiene algo de freak desvencijado.

No estoy, por cierto, solo. Estoy a la luz de una vela con una personalidad tan imponente como el Nevado de Colima. Aunque Gabriela Alegría no es de acá. Es deefeña como yo —quizás por eso cumplimos nuestra cita, pese a la lluvia—, pero radica por estos rumbos del ponche de coco desde los 10 años de edad.

Gabriela Alegría es SV Princesa Gato, una especie de cibermito virtual que es “el tipo de persona que piensa que Paris Hilton es muy cool”, y que por lo visto, es también real. Gabriela Alegría, qué duda cabe, llegó a ser la blogger con mayor onda de México, con cientos y cientos de visitas diarias y una forma única de mirar el mundo o, al menos, su mundo.

La carta es curiosamente de cocina internacional. Hay de todo. O casi. Mi acompañante acaba de cenar una pasta que desprendía un aroma a queso sazonado irresistible y que por poco le arrebato. Yo pedí una crepa salada que igual contiene un queso fabuloso que me explican viene de alguna zona de Jalisco.

En el 1800 se puede fumar y sirven cerveza helada. Gabriela me cuenta la razón de que su blog ya no sea lo que llegó a ser. Se hartó de alimentarlo, simplemente. “Además, comenzaron a llegar weyes que no venían al caso. Dejaban comentarios que no tenía porqué soportar pues en el fondo ni siquiera entendían mis posts”. Eso me consta. Incluso algunos viejos tan decrépitos como verdes dejaban venéreos mensajes que provocaban violentos pleitos verbales con jóvenes provincianos sin provincia.

Mientras por los altavoces suena Michael Jackson con Billie Jean seguido de Katy Perry con un techno-remix mega bailable de Hot N Cold, sospecho, sin embargo, que hay algo de mayor fondo para ponerle la soga en el cuello a un blog tan exitoso y que sobre todo tenía una personalidad, una perspectiva. “¿Volverás a armarlo?”, le pregunto. “No sé, no creo. Igual ya crecí, wey. Si regreso no va a ser con pendejadas mil como las que bloguean otras que ya andan por los 30”.

Físicamente, Gabriela Alegría es la versión femenina sin sombrero del Willy Wonka de Johnny Depp y es de esas personas con las que es más probable quedarse sin cigarrillos —aunque se vaya bien surtido—, que sin temas de conversación. Estudió letras hispanoamericanas o algo parecido en la Universidad de Colima, una de las más grandes del país de acuerdo a la población estatal en la que se ubica. Escribe pero odia a los que se dicen escritores y posan. Hoy es coeditora de sección en el Diario de Colima. Está al día en muchos temas y, sin embargo, tiene ese encanto de poder hablar con ligereza de banalidades como sólo puede hacerlo alguien profundamente culto. Con ella se experimenta la sensación de estar frente a un ser en extremo inteligente, que siempre está midiendo situaciones, escenarios. Detrás de unas gafas con armazón ondero, sus ojos no se quedan quietos. Pero no divagan ingenuos, escudriñan el entorno. Escanean la realidad con el haz de su luz mental, lo que puede ser tremendamente sexy. Sobre todo cuando me escanea a mí.


Vine a Comala de pura onda, no más.

Y las cosas como son: Rulfo ya habló con maestría de una mítica Comala. De la Comala real, del Pueblo blanco de América, del Pueblo Mágico de México que está a 15 minutos de Colima, no es mucho lo que puedo apuntar.

El balance de todas sus casas pintadas de blanco y sus rojos tejados da un sentido de apacible alienación. Ahí se comprueba que toda magia es humana y que el minimalismo puede ser completamente rural.

Se come muy bien, bebiendo en los portales. Uno pide y paga cervezas de 40 pesos y con chamorros y demás botanas será agasajado, mientras suenan mariachis en vivo. Pero más vale ir acompañado para evitar la aburrición. Preferible acudir en banda para pasarlo la zorra de bien. Los expendios cierran temprano, tipo las 5 peeme. Aunque me dijeron que algunos bares están abiertos por la noche, pagué mis 100 pesos de taxi para regresar a Colima tan pronto como pude.



—Chilango, naco mil. No te ofendas, wey. Pero me das mucha risa —me pone por Messenger Gabriela Alegría.

Le conté que fui a la playa, ya por último. A El edén, que está a poco más de una hora de Colima, ya cerca de Manzanillo. Ahí no se baña por lo picado, pero se puede ir a contemplar un mar grisáceo y hostil de voz baritonal.

Aunque hay algunos locales de madera y palma seca pero mojada que despachan alimento y bebida, el lugar es un desierto con tierra negra en vez de arena. En El edén se puede acampar o tirarse en hamaca y esperar que se acabe el mundo, completamente relajado. Como lo más probable es que igual no se acabe, el visitante puede simplemente beber cerveza y probar que la relatividad del tiempo no es mera teoría.

El calor da la sensación de que aún al aire libre se está dentro de un baño sauna y abre el apetito. Para comer, en vez de platillos típicos como camarones empanizados, cóctel de mariscos o pulpo a la diabla, se me ocurre pedir carne asada, arroz y ensalada.

—Naco mil, wey —dispara de nuevo la Princesa Gato, y eso que no sabe que por inercia iba de jeans, zapatos deportivos y un jersey del Real Madrid, con el 8 de Kaká en el dorso.

Pero dice que es normal y me comprende, porque comer mariscos o algo del mar en el DeEfe siempre tiene riesgo. Y yo, ahora, soy un chilango con las mismas reservas en terreno colimita.

Aunque ya sólo por algunas horas, pienso. Al amanecer, y ya es de madrugada, debo abordar un avión pequeño y de hélices para volver a México.

El tiempo me parece que también está volviendo a su ritmo normal. Y ya va siendo hora. Se me adelanta, me atraso. Miro el reloj y empiezo a experimentar algo de nostalgia por Colima. Prueba inequívoca de que, en efecto, estuve ahí. Son suertes, nada más.

4 comentarios:

  1. Eso de no salir cuando llueve es tipico de Colima.

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  2. Katherine Clarke00:34

    An editor told me that the texts written in first person, were minor works.
    What do you think about it?
    I liked what I understood from your article.
    The design of the post is... eh... well... eh... bazzinga!!!

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  3. Anónimo18:19

    Hola, interesante tu nota, sin embargo tengo 2 observaciones:
    1. No se dice "Colimitas" es "colimenses"
    2. Cometes un error cuando afirmas que en Colima la gente no sale y no está obligada a avisar que no llegará a un lugar cuando llueve. No es así,la actividad (social, económica y política) no se deteniene por que llueva...es como en todos lados, hay quien avisa y quien no.

    saludos
    Atte: una colimense

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  4. "En El edén se puede acampar o tirarse en hamaca y esperar que se acabe el mundo, completamente relajado. Como lo más probable es que igual no se acabe, el visitante puede simplemente beber cerveza y probar que la relatividad del tiempo no es mera teoría." Exactamente esa sensación es lo que me encanta de mi Colima.

    Saludos!

    P. D. Yo soy de las que no salen cuando llueve y que no le molesta que le digas Colimita.

    Atte. Una morra de Colima.

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