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martes, mayo 01, 2007

Marina en Bellas Artes

Posteo mi crítica de la Marina de Arrieta en BA, puesta con la q arrancó la temporada lírica 2007 en México. Muchos críticos destazaron no sólo el montaje, sino la obra misma. Yo, no sé. Supongo q lo q escribí es mejor q lo q pueda comentar. La pongo como avance, a unas horas de q salga publicada en la revista Pro Ópera mayo-junio con el diseño e ilustraciones de rigor:


Marina en Bellas Artes
Por José Noé Mercado

La Marina de Emilio Arrieta lejos está de ser una ópera que aspire a comentarios particularmente radicales. Ni a favor, ni en contra. Ya que si bien es un título teto, con personajes estereotipados de confección sicológica y dramática aguada, y cuyo argumento recurre al deus ex machina en forma de carta para salir del bostezo y resolver la trama, su aspiración belcantista italiana la dota de melodías lubricadas y pasajes rítmicos que, bien cantados, en voz de artistas solventes, llegan a ser de cierto lucimiento con belleza que entusiasma al público. No más, no menos. Es decir, aunque ñoña, Marina es una ópera como muchas óperas.

Con la puesta en escena de esta obra, presentada los pasados 13, 15, 18, 20 y 25 de febrero, en el Teatro del Palacio de Bellas Artes, la Compañía Nacional de Ópera, ya con José Areán como director, arrancó su Temporada 2007, en una coproducción con Promociones Metropolitanas, Pro Ópera A.C. y la Fundación Harp Helú, en lo que podría significar el retorno de la iniciativa privada a la lírica nacional y una opción para abatir en algo la sequía operística de los últimos tiempos en México.

Pero el público al parecer no lo entendió así, a decir de estas cinco funciones con teatro semivacío, en las que la gente de galería y anfiteatro bajó a luneta aprovechando tantos lugares desocupados. Siempre será una lástima que un esfuerzo de tantas voluntades, encabezado por Xavier Torresarpi, haya quedado sin el nivel de fraguado que se esperaba. En todo caso, debe constar como primerizo antecedente, si se piensa luego en proyectos futuros.

Este montaje contó con dos intérpretes para cada rol protagónico, que se alternaron funciones dando como resultado una promiscuidad vocal —para decirlo con palabras de Raúl Falcó, saliente director de la CNO, quien en realidad todavía estuvo al frente del despacho en la preparación de este título—, lo que propició una descalibrada fusión en tiempos, respiraciones y cuadraturas a lo largo de esta serie de presentaciones, pues lógicamente no es lo mismo cantar y dirigir y actuar con la combinación A-Z-C, que con B-X-C o A-X-D, etcétera. Se podrá argumentar que así se trabaja en muchos grandes teatros líricos del mundo y es verdad, pero dicha realidad no coincide con la nuestra. ¿O sí?





Como Marina, Irasema Terrazas en la primera función no ofreció su mejor canto. Esta vez, la soprano enfrentó problemas técnicos para apuntalar su emisión, para construir agudos sin cuarteaduras y al mismo tiempo controlar el fiato. El sonido vocal producido fue tambaleante y con un estrés, quizá debido a que la artista tenía plena conciencia de lo que le ocurría, que también le impidió desempeñarse en escena con la soltura y seguridad que le caracterizan: su actuación fue gris, sin presencia: fome. Ojalá que Irasema pronto reluzca su buen canto y reafirme el registro alto tan indispensable para toda soprano, bajo el entendimiento de que también los coches nuevos y flamantes deben acudir al taller para el ajuste de los primeros 10 mil kilómetros.

Por su parte, Lourdes Ambriz mostró mayor colmillo en su interpretación de la heroína epónima de la ópera, puesto que si bien sufrió igual para emitir los agudos, o al menos para intentarlo, aprovechó algunas fermatas para decorar su canto y sacarle así el mayor jugo posible, disimulando su dificultad para moverse en las alturas. El registro central de su instrumento se mantiene bello y se percibe manejado con técnica perdurable, mientras que en escena, salvo en dos desconexiones en la impostación, quizá por cansancio vocal, en que pareció angustiarse, su presencia destiló la dulzura fresca requerida por el personaje.

El tenor Alfredo Portilla, con el hermoso timbre que posee, brilló con un canto seguro y pleno, de fraseos intensos y largos, inusuales en él, mínimo en sus recientes actuaciones en México. Su voz, en el rol de Jorge, salvó lo soso de algunas funciones y se impuso a todos, si bien es cierto que los pasajes con adornillos no son los que mejor le van pues se trata de una voz dura, pesada, de acentos spintos, que no alcanza el sobreagudo y no siempre con facilidad el agudo. Pero en realidad nunca lo habíamos escuchado en igual plenitud, incluso con deliciosos pasajes a media voz, tal vez porque esta Marina haya sido de sus más memorables interpretaciones.

En cambio, su colega catalán, Salvador Carbó, mostró las limitaciones de su instrumento. Una voz zumbadora y de escaso volumen, propia para recintos de menor tamaño, además de afinación incierta. Eso sí: a diferencia de Portilla, no se abrió ante los sobreagudos, los enfrentó con alma tenoril y trató de hacerlos sonoros, en la medida de sus posibilidades. En escena no deslució y de hecho su histrionismo fue rescatable.

Como Pascual, alternaron los bajos Charles Oppenheim y Luis Rodarte. Oppenheim va bien en su joven carrera y a diferencia de los cantantes que van en declive, o picada, su trayectoria va en ascenso con una voz cada vez mejor colocada donde suena más y con mayor color. Actúa bien, incluso demasiado bien, lo que por momentos le hace descuidar la proyección vocal y un adecuado volumen hacia el público. Ya conforme desgaste sus zapatillas en el escenario, desarrollará el colmillo y la intuición necesaria que va tiñendo de otro color aquello que inevitablemente siempre comienza verde.

Rodarte es un cantante entregado tanto en voz cuanto en escena y cumplió una decorosa participación, que dejó muy buena imagen en el público. Lo mismo ocurrió con el rol de Roque, interpretado por los barítonos Jesús Suaste: fuera de un lapsus en que olvidó su texto en la última función, solvente, con su inconfundible estilo, adecuando como siempre sus características al personaje, y el madrileño Carlos Bergasa: estupendo actor, zarzuelero, y con instrumento de gustoso color.

La dirección escénica de Leopoldo Falcón optó por la perspectiva de cuadro, más que apostarle a un trazo continuo que desenvolviera la trama. Fue una decisión inteligente, considerando que el estilo de la ópera belcantista, en el que tardíamente se inscribe Marina, no incluye mucha acción —a menos que hablemos de genios auténticos como Rossini o el joven Verdi— y el discurso vocal y musical inmoviliza al dramático. El trabajo de Polito redituó más en asimilación interior de los personajes y en la interactividad que desarrollan entre sí, pues el movimiento en sí fue parapléjico.

María Luisa Serrato de Chávez incursionó por primera vez en el diseño de vestuario operístico y lo hizo con el pie derecho. Su propuesta funcionó en general y mostró un gusto elegante y refinado (no por nada algunos miembros del coro se veían como marineros dandys —que los hay—), aún cuando podrá considerar detalles que realzarán sus próximas incursiones en el género. Entre los más importantes, disponer el dibujo y el corte del vestuario para ayudar a la mejor apariencia física de algunos intérpretes que así lo requieren y considerar que el blanco es un color muy poco escénico.

La escenografía e iluminación de Arturo Nava dejó mucho qué desear, sin concepto definido. Pocos elementos en los primeros dos actos, de manera casi abstracta, o pobre, y una postal de aspiración realista, en el tercero. Se incluyó una pantalla con proyecciones marinas de Rafael Blásquez, bien diseñadas en cuestión técnica, pero sin mucho vínculo ni integración con el conjunto visual. ¿Para qué se movió de manera tan torpe el ángulo de la pantalla a mitad del primer acto, lo que únicamente provocó sacudidas involuntarias y éstas risas en el público? ¿Por qué los tramoyistas aparecieron a la vista de todos haciendo su trabajo, que entre otras cosas consistió en armar un pequeño muelle de escaleras de madera comprimida, que se vieron muy falsas porque ni siquiera recibieron una pintadita o barnizada?

El concertador José Luis Castillo logró hacer muy buena música, aunque probablemente no muy buena ópera. Y no por él, si se considera la promiscuidad vocal: a veces se pasó en volumen, a ratos le bajó, en pasajes se destempló o los solistas se destemplaron, dejando la impresión de que no hubo el mejor entendimiento a su batuta en todo el elenco o de que éste no siempre estuvo al nivel de la partitura. Castillo comandó con estilo e idea la orquesta y podría consignar como auténtico logro en su currículum los dos matices que pudo sacarle a un Coro del Teatro de Bellas Artes de sonoridad rígida y estridente. En resumen, un gran esfuerzo para hacer ópera que debe estimularse, lo que sin embargo no evitó que muchos integrantes de esta producción mostraran, sin querer queriendo, que no son más que marineros de agua dulce.

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