Friday, June 20, 2008

Déficit: salir perdiendo


De cine en DeEfe, no había escrito hasta hoy. Despacho desde Mérida, Yucatán, que está calurosa pero con lluvia. Paseo por el paseo Montejo y posteo. Va:


Déficit: salir perdiendo
Por José Noé Mercado

Uno para Déficit, digo por fin, después de permanecer 15 minutos en la fila.

Uno para Déficit, son 48 pesos, dice el tipo con gorra detrás de la ventanilla, hablándole a una tripa metálica que le distorsiona la voz electrónicamente, muy go to the future, lo que sin duda le llena de una extraña satisfacción.

Tiendo un billete de 200 en la hendidura ubicada en la zona media de la caseta de ventas y mientras espero el vuelto, y por cierto mi ticket, trato de ubicar, mejor dicho me abandono a la adivinación, dónde quedan las salas en esta plaza comercial que, me di cuenta mientras hacía hora para la función, no tiene una sola librería ya no digamos surtida, sino decente. No sé hacia dónde debo dirigirme para ver la peli. Debo descubrirlo en breve.

Uno para Déficit, repite mecánicamente, con voz de robot, el chico expendedor. Que te diviertas.

¿Que me divierta? ¿Vine a divertirme? ¿Estoy aquí porque quiero diversión? ¿Divertirme es lo más deseable a lo que puede aspirar mi ser en este momento y en las próximas, casi, dos horas? ¿Y si no me diverto? ¿Si la película me parece mala y decido salirme del cine? ¿Eso sería divertido o lo divertido sería quedarme o evadirme o tomar una siesta en mi butaca?

Al tiempo que pesco mi cambió de la charola: casi no puedo tomar las monedas, la abertura es mínima, paranoica, ¿antiasaltos?, concluyo que hoy en día divertirse está sobrevalorado.

Con el ticket en la mano, busco por los pasillos la entrada a las salas. En particular, me interesa encontrar la 3. Me pierdo, no es por aquí. Regreso, tampoco es por acá. Lo de menos sería preguntar, pero hoy vengo algo autista.

Finalmente, topo con un pasillo que conduce a unas escaleras alfombradas, con un camino hecho de foquitos de luz ámbar, por el que se debe andar. También hay serpientes de luces en las confiterías y en los cuadros de aluminio que enmarcan los diversos afiches de películas que, quizás, jamás me anime a ver. Todo es como si lo galáctico, o lo que aspira a serlo, fuera la estética que nos hiciera sentir en onda. Como si esos foquitos fueran la luz, la vela que ilumina nuestro camino existencial.

Desde que compré el boleto, incluso antes, observé que la mayor parte de las personas vienen por Hulk o Sex and the city. No hay pierde, él público, fan de ésta última, se distingue fácil: vienen en grupo, son mujeres tipo 30 y 40 y se les nota lo a-mi-gas-in-tré-pi-das-por-siem-pre-du-ro-con-ellos.

Paso de largo, definitivamente.

Que se divierta, me dice en la entrada un tipo clon del que me despachó mi ticket, luego de devolverme mi boleto que acaba de romper, sólo que él no le habla a un micrófono fijo. Él trae diadema. Éste me habla de usted, quizá porque envejecí lo suficiente para ello en los últimos cinco minutos. Razones nunca faltan.

Ingreso en la sala 3, que huele a palomitas enmantequilladas, a hot-dog con cátsup y cebolla y a otros hedores que al poco tiempo se mezclan en uno sólo, lo que quizá es menos intolerable que varios por separado.

Para mi sorpresa, no hay tan poca gente. Igual no es mucha, pero el lugar es minúsculo. La mayoría son parejitas de enamorados, tórtolos. Besucones. Pololean. Hueva, güey, dirá más adelante, en la cinta, Elisa (Camila Sodi). Hueva tú, le responderá su hermano Cristóbal (Gael García Bernal).

Hueva todos.

Los mejores asientos, o los que me lo parecen, han sido acaparados. Recorro la sala con la vista, después camino por ella. Decido sentarme en una butaca de pasillo, muy orillado pero al menos con algunos lugares libres de por medio, con cierto aísle.

Con la luz encendida, se alza la cortina. Suena mamón y pedante, pero luego de presenciar cientos de veces cómo se levanta el telón Tiffany del Teatro de Bellas Artes y otros similares, este acto me parece muy venido a menos. Aunque, por supuesto, eso no lo reconoceré en Bellas Artes, donde hace rato que disfruto casi nada. O nada. Inconvenientes de ejercer la crítica en un país donde las cosas están como en México hoy.

Comienzan algunos comerciales francamente lamentables, de flojera. Como si los realizadores pensaran que el público cinéfilo, a parte de un fuerte impacto visual, tuviese algo de bobo y requiriera de peras y manzanas gráficas para captar el concepto. Los de la cadena de cine no se salvan. Son en animación patito, tetos.

Es la hora de ver el celular, de alguna broma al acompañante, de besar, de un arrumaco, de esperar que el tiempo corra. O vuele. O de resignarse, mal que mal, el inicio del filme ya está cerca.

Las luces bajan su intensidad.

En eso, la típica pareja que llega barriendo a todos lados hace su aparición. Viene cargada de refrescos, nachos escurriendo queso y salsa Valentina, con hot-dogs y una bolsa de palomitas con mantequilla, jumbo. Hablan, escudriñan la sala, desean el mejor lugar posible a esa hora y, Ley de Murphy mediante, deciden sentarse a mi lado. Me interumpen, tengo que desdoblar las piernas, enderezarme, desconectarme de la pantalla grande para que pasen.

No tardaré en huir a otra butaca, pero de momento capto que la película dio comienzo. Así es la vida, pienso: lo que debe ocurrir ocurre, aunque uno no esté listo.


Déficit es el debut de Gael García Bernal como director cinematográfico. El argumento de la cinta es resumible así: Cristóbal, que espero que ya haya quedado claro es el propio Gael, organiza una fiesta-comida en su casa de descanso de Tepoztlán, Morelos, e invita a sus amigos que son casi tan desmadrosos, viciosos y clase-burgueses como él. La mansión, en la que también estarán los amigos de su hermana Elisa y los sirvientes, en realidad es de sus padres que, como sabremos más adelante, andan en Europa, porque al papá, un ejemplar nato del político transa mexicano, le andan pisando los talones. Es ésa la clase alta que retrata la película, encumbrada por la corrupción y su poder, que contrasta con la clase humilde, marginada, empobrecida no sólo en el bolsillo sino en su ventana al mundo.

El casi que diferencia a Cristóbal de sus amistades es importante y da sentido a la trama. Él, de a poco y en esa soledad que sólo se siente acompañado, va cobrando conciencia de la sociedad frívola y superficial, putrefacta, en la que vive, a la cual pertenece sin quererlo, sin orgullo particular. Cristóbal es un estudiante de economía fresa e hiperlactante, rico (acaso condenado a repetir los pasos de su padre), que no lo tiene todo ya que justamente no se ha rescatado a sí mismo. Porque tampoco se resiste demasiado a pertenecer, de hecho a ratos disfruta perteneciendo, porque carece de fuerza para ponerse donde quiere estar.

Su hermana, Elisa, es una boba niña nice, fiestera y droga, dañada igual que Cristóbal porque su necesidad de afecto verdadero está insatisfecho. Las amistades de Elisa, igual que las de Cristóbal, son intercambiables, aprovechadas, sólo sirven para el reven.

Como contraparte, en los sirvientes, en los marginales, está Adán (Tenoch Huerta), que de niño fue amigo de Cristóbal. Pero ahora ha crecido y acumula rencor y odio contra los patrones, contra la sociedad que lo oprime: de ser un compañero de juegos futbolísticos en la infancia, Adán pasó a ser para Cristóbal (por modales, por pudor, lo piensa pero no se lo dice sino hasta que ya no puede contenerse) un pinche naco.

Burgueses y nacos, su convicencia, su problemática, la guerra de sus mundos, que por cierto en la película nunca comienza, es la esencia de este filme.


El debut de Gael García Bernal como director da un balance positivo.

Saca el jugo que puede al tema para nada nuevo del clasismo, porque le da toques contemporáneos, suyos. Si bien no se resiste a incluir algunos clichés de película de fiesta de jóvenes como la infaltable escena en la piscina, la cinta tiene tomas, secuencias, planos, que transfieren personalidad del director a su creación. La vuelve obra de autor y eso siempre resulta meritorio. No todos llegan a ello, y menos lo logran en su ópera prima.

El guión de Kyzza Terrazas resiste sólo si uno resiste con él algunos lapsos casi muertos, insustanciales, fomes, en los que la única acción proviene de que avanza el día, pero alcanza a contar la trama y explora con conocimiento el lenguaje defeño siglo 21. No faltan los qué pedo, güey, el huevos, puto, los no mames, güey, si bien en algunos momentos los diálogos parecen escritos para la foto, posados, para exportar, lo que gana en risas e instantes simpáticos, pero resta sustancia dramática.

Aunque lo intenta, la película no confronta la vida de la sociedad pudiente con la de las clases marginales que deben servir para sobrevivir, sólo las contrasta. El conflicto no estalla, se queda al acecho, ronda. Pero, sin duda, el gran soporte del filme viene de la actuación del propio Gael, quien suma Cristóbal a su repertorio de tipos charolastra-perrunos, hiphoperos, que le van tan bien. Su interpretación es sincera, destacada y está por encima del resto del reparto que, en su defensa, debe decirse que ha de encarnar personajes insustanciales, decorativos (la presencia de la Máfer -la riquísima Ana Serradilla-, por ejemplo, es anecdótica), que son necesarios sólo para que la trama funcione. Quizá eso es lo que nos quiere decir el director con una iluminación que a ratos muestra rostros ensombrecidos, difuminados, confusos para el espectador.

El final de la cinta tiene fuerza en la medida que devela algo no tan evidente: aquello de lo que en realidad va la película: el verdadero conflicto de Cristóbal: su soledad, expuesta en este punto cuando más compañía y ayuda necesita. Por una razón u otra, sus amigos fallan, incluso Dolores (Luz Cipriota), la argentina apenas conocida que aparentemente ha conectado con él. Todos mantienen con Cristóbal una relación en la medida de su conveniencia, nada más. Lo usan. Y él acepta: se ha dejado usar para sentir que no está solo.

El cierre también tiene carácter y propuesta del director: queda abierto, pero encaminado. Con rumbo. Cuando llega el final, uno puede, incluso, olvidarse de la casi siempre monótona fotografía: la locación y la fiesta en sí no dan para tanto, o de lo irrelevante de algunas situaciones, para quizás entender, con Cristóbal mirando por una ventana oscura, quebrado, que a veces tener cuesta. Genera déficit. Porque al tener tanto, una posición con dinero malhabido, padres lacras, amistades de mierda, costumbres de una sociedad corrupta, en decadencia, uf, la mexicana, cómo no salir perdiendo.

3 comments:

  1. Muy buena reseña, muy bien retratado el ambiente deprimente a veces de cine de plaza comercial en domingo. APARTE, aparte... la picture, que weba, goey, por eso nadie ve cine mexican. Ash.

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  2. el gabriel:

    gracias x tu comment, way. tienes toda la razón en ese ambiente a veces depresivo del cine de plaza comercial, aunque no era domingo, sino sábado, que quizá sea peor.

    por eso últimamente prefiero ver cine sin ir al cine: en dvd, en el psp. incluso en la tele, así al menos no soporto a la parejita de los nachos escurriendo queso y Valentina.

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  3. La imagen de Valentina escurriendo me produce escalofríos... pero ni así le cambiaré el nombre a mi hija.

    El otro día vi a mi papá y le dije que te presionara con tu tesis. Ya sé, soy malvado.

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