No había encontrado el tiempo para postear mi crítica de L´elisir d´amore en la Sala Miguel Covarrubias. La coloco ahora que el río está tan revuelto, aunque no se diga. Como lo había previsto incluso desde antes de escribir esta crítica, nombres irán y nombres vendrán, lo que por sí mismo no cambiará nada. Hay cuestiones por resolver en las instituciones culturales de nuestro país más profundas que un simple cambio de piezas, que una cataficcia de funcionarios. Veamos si se acepta el reto de un cambio de fondo o sólo se cambia para seguir igual.
Eso. Y mi crítica.
Los pobres también ríen:
L’elisir d’amore
en la Covarrubias
Por José Noé Mercado
A las dos primeras funciones de la puesta en escena de L’elisir d’amore de Gaetano Donizetti, presentada por la Compañía Nacional de Ópera y la UNAM en la Sala Miguel Covarrubias del Centro Cultural Universitario, asistió muy poca gente. Es cierto que las noches del 4 y 6 de noviembre un avionazo y una fuga de mercaptano, respectivamente, desquiciaron el tránsito capitalino rumbo al sur de la ciudad. Pero, lo que en términos líricos es más grave, también es cierto que una buena parte del público operístico habitual de Bellas Artes ahora muestra su escepticismo y apatía ante las actividades presentadas por la CNO.
A eso hemos llegado.
Tristemente, ni Donizetti ni su Elisir fueron capaces de convocar el entusiasmo de nuestro entorno operista. Costó trabajo encontrar a algún parroquiano que respondiera afirmativo a la pregunta de si iría al Elisir. Y es lógico. No sólo porque esta obra del belcantismo, dentro de nuestra limitada programación, la hemos visto seguido en México en los últimos meses-años. La verdadera razón de esta indiferencia tiene mayor profundidad y es algo serio: hace tiempo que el resultado canoro y escénico de nuestra ópera (hablo de la CNO), a veces más bueno, a veces más malo, es lo de menos y circunstancial. Puesto que lo que ha dejado de funcionar, y así condiciona todo lo demás, es el esquema de su producción. El sistema se ha agotado.
Y es que el marco jurídico, la norma, la legislación bajo la que debe operar la institución encargada de producir ópera en suelo nacional, como a todavía un amplio sector de las instancias burocráticas de este país, nos viene de muchos años atrás, de cuando la realidad de México y del mundo era distinta. De cuando la música se compraba y no se bajaba, de cuando los blogs no podían ser más que de papel, de cuando íbamos a administrar la abundancia y, más bien, terminamos administrando una nueva crisis.
Cuando se ha hablado de una eventual Reforma de Estado en México, en esencia, lo que se pone sobre la mesa es la necesidad de ajustar el marco de las instituciones para que les permita —y obligue a— responder a la realidad y necesidad de nuestro tiempo, no a las del pasado, ya inexistentes. En ese sentido, la Compañía Nacional de Ópera necesita con urgencia, ya no digamos una revolución para no sonar incendiarios, pero sí una reforma medular en su esquema operativo, de financiamiento, de programación, de transparencia. Renovarse o morir.
Mientras eso no ocurra, no importa quién esté al frente de la CNO, toda discusión, toda crítica, incluyendo la estrictamente artística, no pasará de la epidermis. Sólo quien se beneficia del paupérrimo estado actual de las cosas podría desear que la situación lírica en México no cambie. Para bien. Aunque claro, si una institución se reforma, deben reformarse las demás, de las que se depende. Ése será el gran reto y la gran oportunidad, por ahora sólo es el gran obstáculo.
Volviendo a la epidermis, o sea al Elisir en la Covarrubias, la tercera y última función, la del día 9, sí contó, casi, con sala llena. En su mayoría, estudiantes y gente que sale o sale el domingo y que se río con esta ópera como si fuera la primera vez que la veían. Quizá porque, en efecto, fue la primera vez que la veían.
El tenor Rogelio Marín cantó un Nemorino vocal y musicalmente correcto. Al menos esa impresión quedó mientras se le escuchó, pues su voz, pequeña y delgada, fue inaudible, como cubierta por un velo, durante un buen rato. Su mejor momento vino con “Una furtiva lagrima”, que respiró y fraseó con técnica y belleza. En ese pasaje su voz sí se escuchó con brillo. Lamentablemente, su actuación creó, más que un personaje simpático, uno deprimido, melancólico, apagado y sin chispa. Al final, si conquista no es por encanto, sino por lastimero y apocado
La soprano Gabriela Herrera, durante años en Stuttgart, Alemania, interpretó a Adina con musicalidad y coloraturas precisas. Aunque ella misma es pequeña en escena, su voz le da el tamaño necesario para enfrentar con éxito un protagónico. No es un timbre particularmente bello ni cálido, pero es agradable, sobre todo cuando su instrumento ya está caliente y deja atrás un vibrato algo capretino.
Armando Gama abordó con simpatía al fantoche Belcore. Con un agradable color vocal, producto de su buena colocación y de estar justo en un rol que queda. El barítono sorteó sus trabalenguas sin excepción, aunque hubo algunas frases acentuadas raramente. Esto se debió a los tiempos de correcaminos impuestos por Marco Balderi, al frente de la Orquesta del Teatro de Bellas Artes.
La agrupación respondió bien a sus exigencias, igual que lo hicieron los solistas, pero Balderi, bip-bip, sacrificó en varios momentos la dicción y, por tanto, la comprensión auditiva del texto. Simplemente no se entendía. Se aceleró tanto en algunos pasajes que, llegado el caso, más que barcarola parecía dirigir pasito duranguense, en el que todos bailaban desenfrenados. Muchas veces en este tipo de ópera bufa belcantista la música es fronteriza con la superficialidad, y con esta clase de acelerones se corre el riesgo de hacerla decididamente ramplona y banal. Y de no atender la melodía.
También el bajo Rosendo Flores sufrió en su respiración con esta velocidad y tuvo que cortar algunas frases para tomar aire, lo cual es comprensible. Sin embargo, Flores es un intérprete experimentado y se le vio suelto en la escena, bailador, simpático, y sólido en su canto. Es un artista confiable. Carla Madrid hizo una Gianetta con gracia e ingeniosa, pues en sus intervenciones se adelantaba a proscenio para ser escuchada y que no le pasara lo que a Marín, que por el trazo escénico muchas veces apareció al fondo del escenario, incluso detrás del coro.
La puesta en escena de César Piña, que por cierto es la misma de 2004 en Bellas Artes, en este teatro donde todo es pequeño: el coro, por ejemplo saturaba el panorama, tuvo un acentuado tono infantil, que combinado con los coloridos telones que intentan crear el entorno y una iluminación cruda: encendiendo y apagando focos sin sutileza, dieron más bien un contexto de festival escolar de día de las madres. La gracia de una ópera bufa está implícita en el tema, en la música, en el libreto (y se materializa con la interpretación) y no en chistes escénicos gastados como ése en que la tropa de Belcore no se detiene cuando él lo hace y lo atropella, en bailes fomes haciendo la ronda, en un coro sonriendo como si viniera de Banco Azteca (o sea inexplicablemente para los demás: como inexplicable resulta un par de escaleras de madera rajada que no suben a ningún lado), o una ancianita corriendo por el elíxir y por Nemorino.
Qué mala ópera tenemos, musitó durante los aplausos un aficionado cerca de mí. Hablaba solo, creo. Para sí mismo. Pero no estaba dispuesto a callar su impresión. Acaso ése sea el principio del camino para que, quizás, las cosas se reformen y cambien. La mayor parte del público asistente, mientras tanto, aplaudía y, sobre todo, reía. En medio de un panorama con semejante pobreza lírica, como la nuestra, me pareció una prueba inequívoca de que los pobres también ríen.
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