Monday, February 09, 2009

Wagner al alcance de la mano


Los entusiastas integrantes de La Lira de Orfeo, organizadores de la Gala Wagner en el Teatro Degollado de Guadalajara con Jane Eaglen y Guido Maria Guida, me pidieron un breve texto para incluirlo en el programa de mano.

El programa, de 28 páginas más primera, segunda, tercera y cuarta de forros, quedó muy bien. Aquí extraigo mi texto. Posteo.

Wagner al alcance de la mano
x José Noé Mercado

Richard Wagner es, no fue, una referencia del arte y la cultura occidental entera. Nació en Leipzig, en 1813, y murió en Venecia, en 1883, pero sigue vigente, como pocos autores del catálogo lírico antes del siglo 21.

Wagner es un compositor que cimienta una estética por la que habrían de transitar músicos posteriores tan insistentemente que algunos procurarían evitarla, negarla o contradecirla. Y quizás lo hicieron, pero sin lograr ocultar que partieron de ella. Wagner también es un director de orquesta contemporáneo; un dramaturgo sólido que escribe los libretos para todas sus obras escénicas; un teórico lúcido y reformista que aspira a la música del porvenir y a la obra de arte total que habrá de representarse en un sitio especial, casi místico; un ensayista a veces rencoroso y criticable, un adorador de las mujeres, de preferencia de las ajenas, un hombre, en suma, fascinante y lleno de fuerza creativa, de claroscuros.

Las primeras tres incursiones operísticas de Wagner: Las hadas (1833: estrenada en 1888), La prohibición de amar (1836) y Rienzi (1842), recuerdan sus años de penurias económicas y los peajes que tuvo que pagar para abrirse paso en la historia musical, pero igualmente muestran de dónde proviene el artista: hay claras influencias de la tradición lírica germana, principalmente de Carl Maria von Weber, de la gran ópera francesa y del belcanto italiano.

El holandés errante (1843), Tannhäuser (1845) y Lohengrin (1850) son óperas de consolidación, en las que Wagner sintetiza leyendas, temas, que dan unidad a toda una cultura. En ellas, además, se manifiestan, con mayor claridad que en las primeras obras, inquietudes que hoy resultan indudablemente wagnerianas: la redención por amor, la paternidad interrogada, la incertidumbre por el origen y el futuro, la inmolación, la divinidad perdida, la imposibilidad de conjugar los afectos terrenales con los ideales marcados por un destino, el combate a la pasión erótica en la que de cualquier manera se sucumbe. Así, el trovador Tannhäuser se debate entre la calentura carnal de Venus y el amor puro de Elisabeth, quien habrá de redimirlo con su propia inmolación.


En El anillo del nibelungo, el conocimiento profundo de estudios mitológicos, literarios y filológicos de origen escandinavo y germánico, sirvieron a Richard Wagner como fuente de inspiración para crear su propia cosmogonía, que inicia con la vida en el agua y termina con una destrucción apocalíptica del mundo. En 1848, Wagner pretendía escribir una ópera heroica que llamaría La muerte de Sigfrido, misma que habría de convertirse en El Ocaso de los dioses, precedida de un segundo libreto —escrito posteriormente— titulado El joven Sigfrido y de un tercero llamado El castigo de la valquiria, todo esto antecedido por un gran prólogo denominado El robo del oro del Rin.

Al contar ya con el libreto integral, Wagner redactó la música para las cuatro obras que estructuralmente forman El anillo del nibelungo: El oro del Rin, La valquiria, Sigfrido y El ocaso de los dioses. Este ambicioso proyecto se prolongó durante 26 años, ya que fue hasta 1874 cuando el compositor de Leipzig escribió, al pie del último compás de la partitura, la frase “No digo nada más”.

El estreno del ciclo completo debió esperar dos años más (agosto de 1876). Es decir, desde que Wagner emprendió la composición de esta colosal empresa, hasta que la viera escenificada, en el Teatro del Festival de Bayreuth, construido ex profeso para la ocasión, habrían de transcurrir 28 años.

En medio de ese trabajo discontinuo, pero de unidad tan probada como los leitmotiven (celulas sonoras que identifican personajes, acciones, objetos y demás) que tejen su música, Wagner estrenó dos obras. La primera, Tristán e Isolda (1865), compuesta bajo el influjo de su relación sublimada con Matilde Wessendonck, esposa de Otto, su amigo y mecenas, asistimos a un amor de naturaleza tan profunda que, quizás, trasciende la imposibilidad de concretarse en vida y por eso recurre a buscar una oportunidad en la muerte.

La redención al redentor que aborda estos temas de forma tan dramática y tensa llegaría con Los maestros cantores (1868), de carácter menos serio, incluso cómico, y con Parsifal (1882), no sólo una despedida del mundo creativo y de la existencia, sino su misma consagración solemne en escena.

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