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domingo, octubre 15, 2006

Con tinta roja

"¿No te enseñaron eso en la Escuela? Puta, no sé para qué los hacen estudiar, por la chucha. Yo no estudié ni hueva y sé más que toda tu generación junta. El periodismo, como la prostitución, se aprende en la calle", dice don Saúl Faúndez, editor de la sección policial del diario El Clamor.

Lo anterior es de la novela Tinta roja (un estudiante de periodismo en prácticas profesionales que es adiestrado por un viejo lobo de la nota roja, forjado en el quehacer diario sin necesidad de la escuelita), libro de Alberto Fuguet que leí y disfruté hace ya un par de años y del que me acordé anoche, antes de dormir, repasando ciertos hechos presenciados una hora antes.

Siempre tuve la inquietud de escribir nota roja (real, pues hasta donde recuerdo literariamente puede decirse que en algo la he abordado). Una inquietud que quizá se asemeja a la del cantante de ópera que se mete con canciones populares o viceversa. Una especie de crossover, digamos. Aunque en definitiva el canto, popular o clásico o de concierto es uno solo. Que requiere matices y estilos, obvio. Pero que en esencia es uno solo. Y así es el periodismo. Y más ampliamente: la escritura es una sola. Los géneros, aunque deban considerarse en sus características y particularidades, a la hora buena no importan tanto. Lo que vale y queda es la mirada personal, el punto de vista, y talento desde luego, si es que lo hay, del ejecutante. Lo mismo si canta que si escribe, o si pinta o esculpe o compone. Qué se yo.

Ayer en la calle, durante una caminata nocturna y meditabunda por la ciudad, me topé con material y oportunidad para escribir nota roja. Desde luego, pensé en ese viejo periodista enfermo de la próstata, don Saúl Faúndez, y pues me animé a debutar, previa gesta reporteril, en esto de la escritura con tinta roja. Ahí va.


Motociclista cercado por la muerte
Por José Noé Mercado


No lo sabía, pero cabalgaba, con la velocidad de un relámpago, hacia el Más Allá. Eran las 11:26 de la noche del 12 de octubre, día de La raza y víspera de un supersticioso viernes 13. La macabra e ignorada cita, en forma de emboscada, sería un par de minutos más tarde. Edwin Landeros Serratos, de 21 años de edad —según lo identificarían luego familiares y amigos entre gritos de horror—, conducía, sin casco, su veloz motocicleta Honda, placas 02387, a más de 150 kilómetros por hora.

La sensación de libertad, el viento algo frío sobre su cara y el poderoso rugido del escape hoy parecen haber sido las migas de pan que habrían de hacer caer al joven en la trampa fatal. Sin sospechar siquiera lo que le deparaba su destino, la muñeca de su mano derecha giró aún más hacia atrás e incrementó la velocidad de su última carrera vital. La muerte con sus gélidas extremidades ya instalaba una cerca infranqueable a su alrededor.

El encuentro de la Dama de negro con Edwin fue brutal.

En la intersección de la Calzada México-Tacuba y Lago Saima, colonia Huichapan, delegación Miguel Hidalgo, zona poniente del Distrito Federal, una carroza fúnebre, camioneta Grand Marquís negra, matrícula 2437CC, de la agencia García López, se cruzó en el camino de la motocicleta rojiazul desenfrenada del joven Landeros Serratos, presumiblemente sin luces, y ambos vehículos se estamparon de frente, en una colisión de alcance catastrófico.

El impacto hizo los efectos de catapulta, por lo que Edwin Landeros, cual hombre bala que surca los aires, salió disparado, ya sin su motocicleta, y fue a estrellarse de manera bestial contra el pavimento 50 o 60 metros más allá del lugar del choque, produciéndose fracturas múltiples entre ellas diversos traumatismos craneoencefálicos que acabarían con su vida. La trampa de la muerte había funcionado, y así parecía subrayarlo un hecho por demás insólito. El cuerpo inerte de Landeros Serratos fue a caer justo a las puertas de un camposanto, el Británico, primero de los varios cementerios de la zona y que dan nombre a la estación de metro —línea 2, que corre de Cuatro Caminos a Tasqueña— ahí cercana: Panteones.

Apenas rebasadas las 23:30 horas, paramédicos de la ambulancia 538 del Escuadrón de Rescate y Emergencias Médicas —ERUM— que llegaron de inmediato al lugar de los hechos, certificaron el deceso del infortunado motociclista, mientras que el chofer de la carroza fúnebre, identificado como Daniel Melgoza Jiménez, de 39 años de edad, fue detenido por patrulleros de la unidad MIH1-3054, y trasladado ante el Ministerio Público de la Novena Agencia de Investigación para deslindar su responsabilidad en el accidente.

El cadáver de Edwin Landeros Serratos fue colocado en una de las jardineras, la derecha, a la entrada del Cementerio Británico. Tardaron en cubrirlo. Tendido sobre el pasto aún se podía ver con la playera blanca y el rostro desfigurado cuando amigos y familiares que aullaban de dolor, como si lo que estuviesen viviendo fuera una completa irrealidad que trataba de colarse en sus vidas verdaderas, colocaron y encendieron vasos de veladoras alrededor de su cuerpo inanimado.

Los coches patrullas, y grupos de gente curiosa, se acumularon. Una segunda ambulancia llegó con su estridente sirena encendida pero, informada de que ya en nada podía ayudar, se marchó discretamente, contagiada del silencio mortuorio, aun en medio de los gritos incrédulos de los seres cercanos al occiso, que privaba en el lugar.

La noche y las intermitentes torretas rojiazules —como el bicolor de la motocicleta accidentada—, el llanto inconsolable y la música emanada de las ventanillas de los automóviles que pasaban por la calzada, conferían al ambiente un cierto sabor espectral e indeseable.

La carroza fúnebre tenía el frente destrozado, pero las luces traseras —pensar en el término calaveras era osado— se mantenían encendidas. En el interior, las bolsas de aire estaban desparramadas. Los líquidos del motor chorreaban, dejando manchas lúbricas en el piso y un aroma óleo en el aire.

Yerto, como su otrora tripulante, y a los pies de la carroza, el brioso caballo de acero permitía imaginar lo terrible del impacto recibido. Estaba, simplemente, destrozado y retorcido. Fragmentos de su endeble coraza quedaron salpicados en los alrededores. Uno de ellos tenía tatuado el logotipo de la marca.

Los reporteros especializados en la fuente policíaca comenzaron a llegar. También llegó una motoneta tripulada por dos jóvenes lacerados por el llanto, que se abrieron paso entre la gente y depositaron a un lado del que seguramente fue su amigo la corona de flores que habían ido a comprar y llevaban en la mano. No puede ser, decían, no puede ser.

Los periodistas, como fueron arribando, saludaron a los policías y les preguntaron sobre los hechos. En sus libretas anotaban datos o hablaban por teléfono celular. Ya era más de medianoche. Los fotógrafos hacían estallar sus flashes contra los vehículos colisionados y contra el fallecido. Llegó la televisión. Los cámaras buscaron los mejores ángulos. Diversos coches se estacionaron en las orillas de las aceras para poder mirar. Unos los vestigios del choque. Otros el dolor de los deudos. Los patrulleros les pedían que avanzaran, pero nadie les hacía caso. Los integrantes de la prensa fumaban y algunos se hacían bromas o se comentaban la nota.

Todos los presentes, de alguna manera, querían ser, y eran, testigos de la fragilidad humana. De su evanescencia. Cierto que en ese instante nadie parecía alegre con la tragedia de otros. Pero, sin duda, sí se alegraron de que esta vez no fueran ellos los involucrados en el trago amargo y mortal que la vida nos tiene preparado más tarde o más temprano.

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