Fuente:PULO
Abismo
A Paulina Arancibia,
con el cinturón
de vaquero mexicano en alto,
por confirmar que la amistad
nunca es virtual sino cósmica
con el cinturón
de vaquero mexicano en alto,
por confirmar que la amistad
nunca es virtual sino cósmica
"Te regalaré un abismo, dijo ella,
pero de tan sutil manera que sólo lo percibirás
cuando hayan pasado muchos años
y estés lejos de México y de mí".
La Universidad Desconocida
Roberto Bolaño
pero de tan sutil manera que sólo lo percibirás
cuando hayan pasado muchos años
y estés lejos de México y de mí".
La Universidad Desconocida
Roberto Bolaño
uNO
El cielo está nublado, lloverá en breve, la gente cruza la explanada para cumplir sus destinos, en una jardinera, entre los arbustos, merodean las ratas y fuera del Palacio de Bellas Artes hay un afiche de la ópera Insomnio posmoderno. Malaquías lo observa todo, o casi, en espera de que llegue Katyana.
La hora acordada con Katyana se cumplió quince minutos antes. O eso cree Malaquías, aunque de pronto duda el horario de la cita. En realidad no le importa demasiado. Igual aguardará ahí sentado, a la orilla de una de esas jardineras llenas de roedores, a que Katyana aparezca.
Experimenta las ganas de fumar. Cerca de él, un grupo de estudiantes con suéter de secundaria enciende un cigarrillo tras otro y una pareja de jóvenes lesbianas de cuerpo anoréxico, una sentada de frente, encajándose, sobre la otra, se besa de lengua y se acaricia la espalda baja, en cámara lenta. Pero Malaquias ya no fuma, así que aguanta las ganas, echándose a la boca un caramelo de frambuesa.
dOS
Parece increíble, irreal, o al menos muy brumoso, a juicio de Malaquías, que en el sitio justo donde ahora se agasajan las lesbianas, hace cinco años, su madre sufriera un ataque cardiaco que le llevó a la muerte ante su desesperación y pánico e impotencia.
Fueron momentos angustiosos, irrespirables, los transcurridos aquella tarde platinada entre los primeros indicios del dolor en el pecho de su madre y el arribo de la ambulancia que nada pudo hacer.
Malaquías quedó solo, sin ningún familiar en el mundo.
tRES
Una señora, sucia y con un reboso que envuelve a un niño dormido al que le escurren mocos transparentes por la boca, se acerca a Malaquías y con voz tímida le pide una moneda. La mano extendida muestra grietas de mugre y tierra bajo las uñas crecidas. En las líneas de la palma. Entre los dedos. Él encuentra en el rostro, en la mirada, en la curvatura del semblante de aquella mujer, la miseria de todo un pueblo.
Malaquías niega con la cabeza, sin convicción. Hay veces, como ésta, en que desearía cerrar los ojos y no ver. Es deefeño de origen. Nunca lo ha negado. Pero ya tampoco siente que tenga un país suyo.
cUATRO
Malaquías se ha vuelto un ser callado, taciturno, lo-boes-te-pa-rio. Ahora, más bien, observa. Intuye. Experimenta a su modo. Y ello es un enigma, un atractivo para ciertas personas que lo observan a él. En su análisis, ése fue el factor de que entablara relaciones con Katyana. En rigor, de que ella las entablara con él.
cINCO
Se conocieron en una peluquería-salón de belleza.
Malaquías acudió a que le cortaran el cabello casi a rape. Ahí estaba Katyana, ojeando un ejemplar de Pro Ópera, revista que, como su nombre lo sugiere, aborda temas operísticos. Ella resultó ser hermana de la estilista —Ivonne, para más detalle— y socia del negocio.
Katyana interrumpió de pronto su hojeada a la publicación, justo cuando Ivonne colocó a Malaquías, sentado en el sillón de fígaro, una suerte de capa-babero. Se levantó y le preguntó a su hermana a quién le recordaba Malaquías.
Ivonne, iluminado el rostro y acaso captada en un guiño o una idea que tenía rato de rondarle la cabeza, le respondió con otra pregunta: ¿Verdad que se parece a Manelick?
¿A Manelick? No, no, más bien se me figura a Goyeneche. ¿Te acuerdas de él?
¿De Goyeneche?
Sí, de Goyeneche.
Mmm, supongo que no. Pero a mí me recuerda más a Manelick.
Malaquías escuchaba a las hermanas en sus pesquisas sin atreverse a intervenir, extrañado e incrédulo, en realidad, de que de pronto él se hubiese convertido en el tema de conversación de dos desconocidas. O casi, pues a Ivonne, que ahora conducía la maquinilla rasuradora por su nuca, la conocía de dos o tres ocasiones anteriores en que había acudido para solicitar sus servicios. Pero ese trato había sido estrictamente profesional y el diálogo sostenido no pasó de los saludos y agradecimientos de rigor y de indicar qué tipo de corte habría de efectuarse.
Malaquías, por tanto, consideró tan desconocida a Katyana como a Ivonne y, en sí, a la congregación de clientes en el negocio, que estaban igual de intrigados por saber quiénes eran el Manelick y el Goyeneche al que tanto recordaba.
El local era modesto, sólo despachaba Ivonne y una ayudante que en ese momento aplicaba el líquido de la permanente a una señora de mediana edad, y sus dimensiones reducidas aseguraron que todos los presentes escucharan con nitidez la pregunta con la que Katyana tomó por sorpresa a Malaquías:
¿Cómo te apellidas?
Malaquías oyó el cuestionamiento y supo que estaba dirigido a él. Prefirió, sin embargo, desentenderse con la mirada clavada en la punta de sus zapatos deportivos Nike, como si en realidad la pregunta hubiese sido formulada a otra persona. A cualquiera, menos a él. Fue algo de pena. E inseguridad, además, porque en el fondo, ¿le preguntaban a él? No quería hacer el ridículo, su personalidad introvertida no lo asimilaba bien.
Óyeme, te hablo: ¿cómo te apellidas?
En el sitio se mantuvo un silencio expectante, sólo quebrado por el sonido eléctrico de la maquinilla rasuradora, en espera de la respuesta de Malaquías.
Ya no había lugar a equivocaciones: de pronto fue aludido en la plática por dos extrañas, y ahora era requerido para participar en ella.
Tenía que responder de inmediato y lo hubiese hecho desde el primer momento, para evitar el ridículo u oso: como suele llamarse a una situación que apena, ridiculiza o avergüenza ante los demás, pero sobre todo ante sí mismo, sólo que había un ingrediente extra que estimulaba su inhibición: Katyana le resultó una mujer muy atractiva.
Un raro atractivo y frondoso, calificó Malaquías desde que llegó a la estética y la vio con la revista Pro Ópera sobre las piernas. No es que le pareciera precisamente bella ni hermosa, sino de una sensualidad cotidiana. Sin pose e imperfecta. Lo que en definitiva llamó su atención viril y sorprendió, pues hacía meses que la libido había permanecido adormecida en Malaquías. Con toda seguridad, como consecuencia de su reciente fracaso matrimonial con Javiera.
sEIS
Arevena Izazola.
Cómo, qué.
Malaquías Arevena Izazola. Así me llamo.
La voz de Malaquías salió bajita, casi inaudible, aunque en esos momentos fue el centro total de atención. Pero no lo fue mucho, no más de cinco segundos, en los que Katyana pareció reflexionar para luego decirle a Ivonne, y así retornar su diálogo particular con ella, ignorando por completo a Malaquías:
Pues entonces no es nada de Manelick.
Ni de Goyeneche. Y, sin embargo, se parece.
¿A Goyeneche?
A Manelick.
Stop con Manelick, terca. Ya, equis. Da igual: no es familia de ninguno de los dos.
Malaquías regresó a su anonimia, Katyana continuó su lectura de Pro Ópera y, al poco rato, Ivonne terminó el corte de cabello. Malaquías preguntó cuánto debía por el servicio. Ivonne dijo una cifra, en pesos, que Malaquías liquidó agregando diez por ciento de propina.
sIETE
Aquel corte de pelo no habría pasado de una anécdota más bien olvidable, de no ser porque al marcharse Malaquías fue interceptado por Katyana. Ambos salieron de la estética y ella comenzó a preguntarle más datos de su vida.
Malaquías respondió, intimidado, y al cabo convinieron en ir a tomar café, en una plaza comercial cercana, para platicar con mayor comodidad. Fueron a un Starbucks y ahí Katyana dijo que era cantante de ópera, o estaba en vías de serlo, que tenía tres años de casada y que continuaba genuinamente intrigada por el parecido físico de Malaquías con Goyeneche.
Y quién es Goyeneche, preguntó él. Eso no importa, respondió ella, lo importante es que me lo recuerdas. Malaquías se quedó entonces con la duda y al terminarse los frapuccinos de té de frambuesa que pidieron, intercambiaron teléfonos celulares y acordaron volverse a ver.
oCHO
Yo, a quien amo, dijo Katyana, es a mi marido, pero amar a alguien no lo es todo, no te llena toda la vida.
Creo que eso depende de cada persona, expresó Malaquías, de lo contrario cómo puede explicarse que cuando alguien tiene una pena amorosa puede sentir que su vida, toda, se viene abajo.
No lo sé, dijo ella. En cualquier caso, amo a mi marido pero eso no me impide disfrutar de otras cosas, de necesitarlas. Por ejemplo, de ti.
En ese punto, Katyana apoyó los codos sobre la mesa ante la que estaban sentados, era un Starbukcs de nuevo: pero ésta vez el de Avenida Juárez, frente a la Alameda, y acercó sus labios a los de Malaquías.
Fue un beso largo, lubricado, rico para ambos, aunque en él Katyana creyó identificar cierta nostalgia de Malaquías. Separaron sus bocas, pero ella quiso comprobar si aquella nostalgia era real o sólo producto de su imaginación o si los movimientos bucales de Malaquías al besarla producían de manera natural esa sensación de languidez que pedía o exigía ser besada hasta el fin, un posible fin, o, mejor aún, infinitamente.
Katyana volvió a besarlo, encontró nuevamente una sensación de suavidad extrema que hacía irresistible no permanecer en ella, lamiéndola, chupándola, comiéndola y, de inmediato, como es lógico, dicha sensación se somatizó en sus partes íntimas, humedeciéndoselas tanto que fue inevitable sentir cómo se iban mojando sus calzones.
Malaquías se apartó mansamente, suspiró y dijo que él tampoco creía amarla, que eso no era posible porque aún pensaba, de vez en cuando, en otra mujer.
Lo que no significaba que no deseara estar con Katyana.
Me gusta esa ansiedad de tu boca, besas muy rico, apuntó él.
Bueno, pero y en quién sueles pensar entonces, preguntó ella.
nUEVE
Hasta hace seis meses estuve legalmente casado.
Disolver lo legal no terminó por diluir los sentimientos. Firmé el divorcio queriéndola todavía. Ella se llamaba, o se llama, Javiera.
Javiera Roqueñí.
Nos hicimos amigos en el segundo o tercer semestre de la preparatoria, ya no recuerdo bien. Me gustaba y así se lo dije varias veces, pero ella prefería no rebasar la línea de la amistad. Por aquella época tenía novio y no me extrañaría que se hubieran querido mil.
Una vez, sin embargo, fuimos a una excursión de fin de semana. La organizó la escuela. A un pueblo, Real del Monte, en el estado de Hidalgo. Cerca de ahí alquilamos unas cabañas donde la primera noche, al oscurecer, nos dimos a la bebida con los compañeros. Javiera y yo, que en realidad habíamos permanecido algo separados del grupo, nos pusimos una tremenda borrachera. Y nos besamos. Salimos discretamente, al menos lo intentamos, a la intemperie. O sea, a una especie de bosque que rodeaba el campamento. Caminamos en zigzag, víctimas del alcohol, hasta una arboleda de abedules. Nos acurrucamos junto a un árbol que en esas condiciones nos pareció inmenso. De unos cuarenta o cincuenta metros, calculamos. Y ahí, sobre unas hojas amarillentas que crujían con nuestros vaivenes, hicimos el amor, como quien dice a la luz de las estrellas. Al otro día repetimos, sólo que antes de acostarnos ella me contó que había terminado con su novio. Que la había engañado, o algo así, y que consideraba momento oportuno para iniciar una relación conmigo. Duramos un año de novios. Hasta que yo tuve que abandonar la preparatoria por motivos económicos, más que nada, pues vivía con mi madre, quien acababa de fallecer. Sobre este tema no quisiera hablar más porque me duele, pero el caso es que tuve que ponerme a trabajar y dejar por el momento los estudios y la idea de convertirme en escritor, que ya tenía claramente enfocada, pese a que Javiera opinaba que esta aspiración me revestía de un aire iluso de estupidez. De hecho, esa falta de apoyo o mínimo de comprensión a lo que yo quería hacer: escribir, fue el motivo de ruptura. Como era de esperarse, nos distanciamos por completo, pues ella siguió con las rutinas de la escuela y a mí me quedaba poco tiempo para verla. Incluso, para llamarle. Luego entró en la universidad y, dentro de lo que cabe, yo salí adelante. Conseguí una plaza como corrector de estilo en una modesta revista de bienes raíces entre particulares, negocios a nivel changarros y otros tópicos por el estilo. Aunque la publicación era de poco prestigio, no pagaba mal a sus colaboradores, o a mí no se me hacía mal, y me fue relativamente sencillo conseguir el puesto, gracias a mi buena redacción y ortografía adquirida a través de la literatura que leía desde niño. Javiera, de una familia acomodada para el promedio del país, poco se preocupaba por el esfuerzo de conseguir dinero y, quizás en su ociosidad, me buscó y reanudamos nuestro noviazgo, en una etapa supuestamente más madura. Fue así como decidimos casarnos después de algunos meses, tiempo en que nos dedicaríamos a convencer a sus papás, que desde luego me miraban menos y no consentían que su hija, una Roqueñí, se emparentara con un tipo, sin futuro a su juicio, como yo. Esa oposición terminaría por ser definitiva para luego divorciarnos, pero yo en ese momento estaba muy enamorado. Pro-fun-da-men-tee-na-mo-ra-do. Y me creí capaz de sortear esos obstáculos que oponían sus familiares. El hermano también me miraba mal y una vez me mandó pegar con sus amigos. Pero un buen día decidí ahorrar un poco de dinero y preparé una estrategia para que Javiera por fin se animara a dejar la casa de sus padres, se casara conmigo, y nos fuéramos a vivir a un departamento de alquiler acorde a mi presupuesto. Un sábado temprano, casi de madrugada, a bordo de su automóvil, yo nunca he tenido, fuimos a Tequisquiapan, Querétaro, con el pretexto de que allá una amiga iba a ofrecer una misa y luego un desayuno por el bautizo de su hija. En Tequisquiapan, a eso de las 6:30 de la mañana, llegamos a un punto determinado donde nos esperaba ya una camioneta Ford-Lobo en la que transbordamos para que supuestamente nos acarreara a la pequeña comunidad donde se celebraría el bautizo. El chofer puso en el estéreo Quiero que me quieras con Gael García Bernal. Los colores del amanecer eran espectaculares. La Ford-Lobo nos internó por un camino de tierra y después de media hora llegamos a una llanura donde unos indígenas terminaban de inflar un globo aerostático, al que finalmente nos subimos luego de firmar algunas cláusulas de responsabilidad y de las correspondientes indicaciones para cuando despegáramos. Todo lo había preparado yo. Y me sentí contento de que saliera bien. Javiera estaba tan emocionada que era incapaz de decir algo y su pasmo fue total cuando desde el aire miró cómo los indígenas que habían preparado el globo extendieron una manta que decía Gaviera cazate conmigo, pliz. Ella volteó a verme, anonadada. Yo reía, desde luego, pues cuando dicté por teléfono el texto que habría de llevar la manta no imaginé que el Javiera se convertiría en Gaviera, el cásate en cazate, y el please se transformaría en pliz, pero sostenía en la mano una cajita negra y abierta que le mostraba una sortija de compromiso de dos piedras: diamante y rubí al estilo renacentista, que simbolizaba la fuerza, la pasión y el amor. Le entregué el anillo, la cajita y la garantía de autenticidad, y ella como toda respuesta me estampó un beso en la mejilla. Fue algo raro, pues acto seguido intentamos hacer el amor en la canastilla del globo, pero estábamos demasiado eufóricos para concentrarnos, por lo que abortamos el intento de penetración, le saqué la punta de verga que alcancé a meterle y nos subimos la ropa interior y los pantalones. Nos casamos, pues, la familia de Javiera se opuso, pero luego de cierto tiempo al menos toleraron el hecho y parecieron aceptarme en la familia. Así viví con Javiera, por el rumbo de Satélite, cerca de un año, en el que ella siguió estudiando la licenciatura en relaciones internacionales, de la que se graduó con mención honorífica, mientras yo seguía como corrector de estilo en la revista de bienes raíces y micro-negocios, además de haber comenzado a publicar algunos cuentos en una tríada de revistas para caballeros, una de las cuales pertenecía a una editorial que se ofreció para publicar mi primer libro: una novela corta formada por doce cuentos independientes pero intercomunicados, a cambio de una pequeña suma, en rigor irrisoria de no ser porque eso, según yo, me convertía oficialmente en escritor, y 100 ejemplares del libro como pago de derechos. Esos meses podría definirlos como un estadio muy cercano a la felicidad. Pero ya se sabe que la felicidad, a veces, no es algo inmanente y suele terminarse pronto. Javiera comenzó a ausentarse cada vez más de nuestra casa por motivos laborales y eso creó un desequilibrio entre los dos. Los gastos hicieron que mi pago por la corrección de estilo en la revista, lo de los cuentos y el libro fueron ingresos que ayudaron pero no bastaron, fueran insuficientes para hacer frente a la vida de pareja, considerando, por lo demás, el estilo dispendioso al que Javiera siempre estuvo acostumbrada y no estuvo dispuesta a renunciar por nuestro matrimonio. Comenzaron los reproches a mí y a mi modo de vida que desde luego, ella, según dijo, no iba a tolerar, y menos con las intromisiones constantes de su mamá, que se empeñaba en compararme desfavorablemente con una sarta de adinerados pretendientes, no sé si reales o supuestos, que aspiraron, o aspiran todavía, a tener algo con Javiera. La revista cayó en posición de quiebra, cambió de dueños y éstos, que contaban con su propio equipo de trabajo, me liquidaron de inmediato. No pasó mucho tiempo para que la misma Javiera me echara en cara lo diferente que habría sido su vida si se hubiese casado mejor con alguno de esos pretendientes y no conmigo, que no era ya capaz ni de llevarla al cine o a cenar por falta de dinero. A Javiera, como parte de las relaciones públicas de su trabajo según decía, le dio por asistir a reuniones, alquilándose como hostess, demostradora, o modelo, y, además de que se vestía como piruja, como una golfa que verá a sus clientes, llegaba tardísimo a la casa o hubo veces en que incluso no llegó hasta el día siguiente. En ese periodo nacieron mis sospechas de que Javiera salía con alguien más, pero guardé silencio, en espera de que todo se solucionara en cuanto yo consiguiera un nuevo empleo y así pudiera pedirle que dejara de alquilarse. Pero no había plazas disponibles en lo que yo buscaba, y tuve que aceptar el trabajo de encargado del departamento de niños en unos almacenes de ropa de saldos, y la paga era sólo mejor que nada. En todo caso, una noche de quincena intenté reconquistar el interés de Javiera y decidí gastarme todo mi pago, de ser necesario, llevándola a escuchar mariachis a Garibaldi. Sólo que Javiera no volvió esa noche ni ninguna otra. Muy pronto me enteré, por los periódicos deportivos y de espectáculos, por los portales de Internet, que a ella se le relacionaba íntimamente con Fulgencio, el Chencho, Fitipaldi, el célebre futbolista brasileño avecindado en México, centro delantero de los Lagartos Salvajes e imagen de cuanta marca está de moda en televisión. Javiera apareció, días después, al lado de Chencho Fitipaldi en un comercial de paletas de hielo y en otro de papas fritas. Esto último fue devastador para mí. Pensé en denunciarla por abandono de hogar y adulterio, pero ¿habría logrado algo? De hecho, ella misma se encargó de enviarme a través de su abogado la petición de divorcio. Yo firmé todo, rápido, en un estado de irrealidad, aunque el abogado no perdió oportunidad de pasarme los mensajes intimidatorios de su clienta si me empeñaba en prolongar la separación. Sólo hasta después caí en una profunda depresión que me supo muy amarga. No topé con el fracaso matrimonial nada más, sino también con la humillación. Con la traición de Javiera, que era captada por las cámaras de programas del corazón asoleándose con Chencho Fitipaldi en las playas de Cancún y Puerto Escondido, o por las de los tabloides deportivos en antros de Los Cabos o Acapulco, mega pedísima, igual que su nuevo wey.
dIEZ
Hazme el amor.
La primera vez, Katyana se lo pidió con voz melosa, esparciendo su aliento en el rostro de Malaquías. Lo había escuchado con atención, quizá sin comprenderlo, pero dejando que su historia la calentara más. Él nunca dijo nada para excitarla, pero eso poco importó porque ella había elaborado su fantasía con él y ya la tenía en mente, con ansiedad de realizarla.
Quería, por ejemplo, probar esa verga que Malaquías metió apenas en Javiera, arriba de un globo aerostático, y deseaba comprobar si con ella se movería igual que con Javiera, sobre hojas crujientes en el bosque. Su humedad, simplemente, lo exigía.
Pienso en Javiera, aún. A su lado, perdí.
Ahora me tienes a mí, para ganar. Cógeme, ¿sí?
oNCE
El primer encuentro fue en Sheraton, Centro Histórico.
Ella escogió el hotel.
Malaquías pidió una habitación que Katyana pagó sospechando que él no tenía dinero suficiente, e hicieron el amor en cuatro posiciones. La última fue más placentera que las iniciales, porque para entonces ya se habían mezclado a mil sus ritmos, si bien en la primera Katyana estaba tan urgida que estalló, con placer inolvidable, desde los primeros roces.
dOCE
Se frecuentan en hoteles por toda la ciudad de México. El esposo de Katyana, viajero constante, sin saber patrocina los encuentros íntimos, mientras Malaquías procura invitar cafés, helados, cine y una que otra comida en modestos restoranes.
tRECE
No siempre desea verla y cuado quiere no siempre es posible, porque es casada.
Para él, la relación fructificó en una segunda novela corta, de temática amorosa, que en teoría encontró editor y promete una paga que ayudará a saldar algunas deudas y salir adelante, al menos de momento.
La trama narra no un amor cualquiera, sino uno especial para el autor, como suele suceder. La historia de Javiera y Malaquías, más o menos velada con nombres ficticios, sacados de la manga.
Para Katyana, que se sintió entusiasmada desde el primer momento en su papel de musa indirecta, inyectando fuerza creativa al escritor, Malaquías significa muy buen sexo, atención que el marido no siempre le presta y la oportunidad de saciar un instinto de redentora y de ser protagonista en la vida de alguien más. Pero, sobre todo, él le sigue recordando a Goyeneche.
Nada menos. Pero, irremediablemente, nada más.
cATORCE
El cielo está negro. Relampaguea. Inicia una llovizna que se intensifica de a poco. La gente apura el paso y busca refugio. Las ratas corren por las jardineras. El afiche de la ópera Insomnio posmoderno es sacudido por el viento e impide leer quién la interpretará. Hoy es una de las funciones.
La tormenta es inminente. Katyana no llega. Oscurece. Malaquías consulta su reloj y se levanta para dirigirse al pórtico del Palacio de Bellas Artes y guarecerse. Atraviesa la resbalosa explanada asegurando cada paso, para no patinar por el agua. Estallido poderoso en la bóveda celeste. De alguna manera, Malaquías imagina, sin querer a Katyana, con Javiera perdida, solo, que así se camina a un lado del abismo.
Cae.
El cielo está nublado, lloverá en breve, la gente cruza la explanada para cumplir sus destinos, en una jardinera, entre los arbustos, merodean las ratas y fuera del Palacio de Bellas Artes hay un afiche de la ópera Insomnio posmoderno. Malaquías lo observa todo, o casi, en espera de que llegue Katyana.
La hora acordada con Katyana se cumplió quince minutos antes. O eso cree Malaquías, aunque de pronto duda el horario de la cita. En realidad no le importa demasiado. Igual aguardará ahí sentado, a la orilla de una de esas jardineras llenas de roedores, a que Katyana aparezca.
Experimenta las ganas de fumar. Cerca de él, un grupo de estudiantes con suéter de secundaria enciende un cigarrillo tras otro y una pareja de jóvenes lesbianas de cuerpo anoréxico, una sentada de frente, encajándose, sobre la otra, se besa de lengua y se acaricia la espalda baja, en cámara lenta. Pero Malaquias ya no fuma, así que aguanta las ganas, echándose a la boca un caramelo de frambuesa.
dOS
Parece increíble, irreal, o al menos muy brumoso, a juicio de Malaquías, que en el sitio justo donde ahora se agasajan las lesbianas, hace cinco años, su madre sufriera un ataque cardiaco que le llevó a la muerte ante su desesperación y pánico e impotencia.
Fueron momentos angustiosos, irrespirables, los transcurridos aquella tarde platinada entre los primeros indicios del dolor en el pecho de su madre y el arribo de la ambulancia que nada pudo hacer.
Malaquías quedó solo, sin ningún familiar en el mundo.
tRES
Una señora, sucia y con un reboso que envuelve a un niño dormido al que le escurren mocos transparentes por la boca, se acerca a Malaquías y con voz tímida le pide una moneda. La mano extendida muestra grietas de mugre y tierra bajo las uñas crecidas. En las líneas de la palma. Entre los dedos. Él encuentra en el rostro, en la mirada, en la curvatura del semblante de aquella mujer, la miseria de todo un pueblo.
Malaquías niega con la cabeza, sin convicción. Hay veces, como ésta, en que desearía cerrar los ojos y no ver. Es deefeño de origen. Nunca lo ha negado. Pero ya tampoco siente que tenga un país suyo.
cUATRO
Malaquías se ha vuelto un ser callado, taciturno, lo-boes-te-pa-rio. Ahora, más bien, observa. Intuye. Experimenta a su modo. Y ello es un enigma, un atractivo para ciertas personas que lo observan a él. En su análisis, ése fue el factor de que entablara relaciones con Katyana. En rigor, de que ella las entablara con él.
cINCO
Se conocieron en una peluquería-salón de belleza.
Malaquías acudió a que le cortaran el cabello casi a rape. Ahí estaba Katyana, ojeando un ejemplar de Pro Ópera, revista que, como su nombre lo sugiere, aborda temas operísticos. Ella resultó ser hermana de la estilista —Ivonne, para más detalle— y socia del negocio.
Katyana interrumpió de pronto su hojeada a la publicación, justo cuando Ivonne colocó a Malaquías, sentado en el sillón de fígaro, una suerte de capa-babero. Se levantó y le preguntó a su hermana a quién le recordaba Malaquías.
Ivonne, iluminado el rostro y acaso captada en un guiño o una idea que tenía rato de rondarle la cabeza, le respondió con otra pregunta: ¿Verdad que se parece a Manelick?
¿A Manelick? No, no, más bien se me figura a Goyeneche. ¿Te acuerdas de él?
¿De Goyeneche?
Sí, de Goyeneche.
Mmm, supongo que no. Pero a mí me recuerda más a Manelick.
Malaquías escuchaba a las hermanas en sus pesquisas sin atreverse a intervenir, extrañado e incrédulo, en realidad, de que de pronto él se hubiese convertido en el tema de conversación de dos desconocidas. O casi, pues a Ivonne, que ahora conducía la maquinilla rasuradora por su nuca, la conocía de dos o tres ocasiones anteriores en que había acudido para solicitar sus servicios. Pero ese trato había sido estrictamente profesional y el diálogo sostenido no pasó de los saludos y agradecimientos de rigor y de indicar qué tipo de corte habría de efectuarse.
Malaquías, por tanto, consideró tan desconocida a Katyana como a Ivonne y, en sí, a la congregación de clientes en el negocio, que estaban igual de intrigados por saber quiénes eran el Manelick y el Goyeneche al que tanto recordaba.
El local era modesto, sólo despachaba Ivonne y una ayudante que en ese momento aplicaba el líquido de la permanente a una señora de mediana edad, y sus dimensiones reducidas aseguraron que todos los presentes escucharan con nitidez la pregunta con la que Katyana tomó por sorpresa a Malaquías:
¿Cómo te apellidas?
Malaquías oyó el cuestionamiento y supo que estaba dirigido a él. Prefirió, sin embargo, desentenderse con la mirada clavada en la punta de sus zapatos deportivos Nike, como si en realidad la pregunta hubiese sido formulada a otra persona. A cualquiera, menos a él. Fue algo de pena. E inseguridad, además, porque en el fondo, ¿le preguntaban a él? No quería hacer el ridículo, su personalidad introvertida no lo asimilaba bien.
Óyeme, te hablo: ¿cómo te apellidas?
En el sitio se mantuvo un silencio expectante, sólo quebrado por el sonido eléctrico de la maquinilla rasuradora, en espera de la respuesta de Malaquías.
Ya no había lugar a equivocaciones: de pronto fue aludido en la plática por dos extrañas, y ahora era requerido para participar en ella.
Tenía que responder de inmediato y lo hubiese hecho desde el primer momento, para evitar el ridículo u oso: como suele llamarse a una situación que apena, ridiculiza o avergüenza ante los demás, pero sobre todo ante sí mismo, sólo que había un ingrediente extra que estimulaba su inhibición: Katyana le resultó una mujer muy atractiva.
Un raro atractivo y frondoso, calificó Malaquías desde que llegó a la estética y la vio con la revista Pro Ópera sobre las piernas. No es que le pareciera precisamente bella ni hermosa, sino de una sensualidad cotidiana. Sin pose e imperfecta. Lo que en definitiva llamó su atención viril y sorprendió, pues hacía meses que la libido había permanecido adormecida en Malaquías. Con toda seguridad, como consecuencia de su reciente fracaso matrimonial con Javiera.
sEIS
Arevena Izazola.
Cómo, qué.
Malaquías Arevena Izazola. Así me llamo.
La voz de Malaquías salió bajita, casi inaudible, aunque en esos momentos fue el centro total de atención. Pero no lo fue mucho, no más de cinco segundos, en los que Katyana pareció reflexionar para luego decirle a Ivonne, y así retornar su diálogo particular con ella, ignorando por completo a Malaquías:
Pues entonces no es nada de Manelick.
Ni de Goyeneche. Y, sin embargo, se parece.
¿A Goyeneche?
A Manelick.
Stop con Manelick, terca. Ya, equis. Da igual: no es familia de ninguno de los dos.
Malaquías regresó a su anonimia, Katyana continuó su lectura de Pro Ópera y, al poco rato, Ivonne terminó el corte de cabello. Malaquías preguntó cuánto debía por el servicio. Ivonne dijo una cifra, en pesos, que Malaquías liquidó agregando diez por ciento de propina.
sIETE
Aquel corte de pelo no habría pasado de una anécdota más bien olvidable, de no ser porque al marcharse Malaquías fue interceptado por Katyana. Ambos salieron de la estética y ella comenzó a preguntarle más datos de su vida.
Malaquías respondió, intimidado, y al cabo convinieron en ir a tomar café, en una plaza comercial cercana, para platicar con mayor comodidad. Fueron a un Starbucks y ahí Katyana dijo que era cantante de ópera, o estaba en vías de serlo, que tenía tres años de casada y que continuaba genuinamente intrigada por el parecido físico de Malaquías con Goyeneche.
Y quién es Goyeneche, preguntó él. Eso no importa, respondió ella, lo importante es que me lo recuerdas. Malaquías se quedó entonces con la duda y al terminarse los frapuccinos de té de frambuesa que pidieron, intercambiaron teléfonos celulares y acordaron volverse a ver.
oCHO
Yo, a quien amo, dijo Katyana, es a mi marido, pero amar a alguien no lo es todo, no te llena toda la vida.
Creo que eso depende de cada persona, expresó Malaquías, de lo contrario cómo puede explicarse que cuando alguien tiene una pena amorosa puede sentir que su vida, toda, se viene abajo.
No lo sé, dijo ella. En cualquier caso, amo a mi marido pero eso no me impide disfrutar de otras cosas, de necesitarlas. Por ejemplo, de ti.
En ese punto, Katyana apoyó los codos sobre la mesa ante la que estaban sentados, era un Starbukcs de nuevo: pero ésta vez el de Avenida Juárez, frente a la Alameda, y acercó sus labios a los de Malaquías.
Fue un beso largo, lubricado, rico para ambos, aunque en él Katyana creyó identificar cierta nostalgia de Malaquías. Separaron sus bocas, pero ella quiso comprobar si aquella nostalgia era real o sólo producto de su imaginación o si los movimientos bucales de Malaquías al besarla producían de manera natural esa sensación de languidez que pedía o exigía ser besada hasta el fin, un posible fin, o, mejor aún, infinitamente.
Katyana volvió a besarlo, encontró nuevamente una sensación de suavidad extrema que hacía irresistible no permanecer en ella, lamiéndola, chupándola, comiéndola y, de inmediato, como es lógico, dicha sensación se somatizó en sus partes íntimas, humedeciéndoselas tanto que fue inevitable sentir cómo se iban mojando sus calzones.
Malaquías se apartó mansamente, suspiró y dijo que él tampoco creía amarla, que eso no era posible porque aún pensaba, de vez en cuando, en otra mujer.
Lo que no significaba que no deseara estar con Katyana.
Me gusta esa ansiedad de tu boca, besas muy rico, apuntó él.
Bueno, pero y en quién sueles pensar entonces, preguntó ella.
nUEVE
Hasta hace seis meses estuve legalmente casado.
Disolver lo legal no terminó por diluir los sentimientos. Firmé el divorcio queriéndola todavía. Ella se llamaba, o se llama, Javiera.
Javiera Roqueñí.
Nos hicimos amigos en el segundo o tercer semestre de la preparatoria, ya no recuerdo bien. Me gustaba y así se lo dije varias veces, pero ella prefería no rebasar la línea de la amistad. Por aquella época tenía novio y no me extrañaría que se hubieran querido mil.
Una vez, sin embargo, fuimos a una excursión de fin de semana. La organizó la escuela. A un pueblo, Real del Monte, en el estado de Hidalgo. Cerca de ahí alquilamos unas cabañas donde la primera noche, al oscurecer, nos dimos a la bebida con los compañeros. Javiera y yo, que en realidad habíamos permanecido algo separados del grupo, nos pusimos una tremenda borrachera. Y nos besamos. Salimos discretamente, al menos lo intentamos, a la intemperie. O sea, a una especie de bosque que rodeaba el campamento. Caminamos en zigzag, víctimas del alcohol, hasta una arboleda de abedules. Nos acurrucamos junto a un árbol que en esas condiciones nos pareció inmenso. De unos cuarenta o cincuenta metros, calculamos. Y ahí, sobre unas hojas amarillentas que crujían con nuestros vaivenes, hicimos el amor, como quien dice a la luz de las estrellas. Al otro día repetimos, sólo que antes de acostarnos ella me contó que había terminado con su novio. Que la había engañado, o algo así, y que consideraba momento oportuno para iniciar una relación conmigo. Duramos un año de novios. Hasta que yo tuve que abandonar la preparatoria por motivos económicos, más que nada, pues vivía con mi madre, quien acababa de fallecer. Sobre este tema no quisiera hablar más porque me duele, pero el caso es que tuve que ponerme a trabajar y dejar por el momento los estudios y la idea de convertirme en escritor, que ya tenía claramente enfocada, pese a que Javiera opinaba que esta aspiración me revestía de un aire iluso de estupidez. De hecho, esa falta de apoyo o mínimo de comprensión a lo que yo quería hacer: escribir, fue el motivo de ruptura. Como era de esperarse, nos distanciamos por completo, pues ella siguió con las rutinas de la escuela y a mí me quedaba poco tiempo para verla. Incluso, para llamarle. Luego entró en la universidad y, dentro de lo que cabe, yo salí adelante. Conseguí una plaza como corrector de estilo en una modesta revista de bienes raíces entre particulares, negocios a nivel changarros y otros tópicos por el estilo. Aunque la publicación era de poco prestigio, no pagaba mal a sus colaboradores, o a mí no se me hacía mal, y me fue relativamente sencillo conseguir el puesto, gracias a mi buena redacción y ortografía adquirida a través de la literatura que leía desde niño. Javiera, de una familia acomodada para el promedio del país, poco se preocupaba por el esfuerzo de conseguir dinero y, quizás en su ociosidad, me buscó y reanudamos nuestro noviazgo, en una etapa supuestamente más madura. Fue así como decidimos casarnos después de algunos meses, tiempo en que nos dedicaríamos a convencer a sus papás, que desde luego me miraban menos y no consentían que su hija, una Roqueñí, se emparentara con un tipo, sin futuro a su juicio, como yo. Esa oposición terminaría por ser definitiva para luego divorciarnos, pero yo en ese momento estaba muy enamorado. Pro-fun-da-men-tee-na-mo-ra-do. Y me creí capaz de sortear esos obstáculos que oponían sus familiares. El hermano también me miraba mal y una vez me mandó pegar con sus amigos. Pero un buen día decidí ahorrar un poco de dinero y preparé una estrategia para que Javiera por fin se animara a dejar la casa de sus padres, se casara conmigo, y nos fuéramos a vivir a un departamento de alquiler acorde a mi presupuesto. Un sábado temprano, casi de madrugada, a bordo de su automóvil, yo nunca he tenido, fuimos a Tequisquiapan, Querétaro, con el pretexto de que allá una amiga iba a ofrecer una misa y luego un desayuno por el bautizo de su hija. En Tequisquiapan, a eso de las 6:30 de la mañana, llegamos a un punto determinado donde nos esperaba ya una camioneta Ford-Lobo en la que transbordamos para que supuestamente nos acarreara a la pequeña comunidad donde se celebraría el bautizo. El chofer puso en el estéreo Quiero que me quieras con Gael García Bernal. Los colores del amanecer eran espectaculares. La Ford-Lobo nos internó por un camino de tierra y después de media hora llegamos a una llanura donde unos indígenas terminaban de inflar un globo aerostático, al que finalmente nos subimos luego de firmar algunas cláusulas de responsabilidad y de las correspondientes indicaciones para cuando despegáramos. Todo lo había preparado yo. Y me sentí contento de que saliera bien. Javiera estaba tan emocionada que era incapaz de decir algo y su pasmo fue total cuando desde el aire miró cómo los indígenas que habían preparado el globo extendieron una manta que decía Gaviera cazate conmigo, pliz. Ella volteó a verme, anonadada. Yo reía, desde luego, pues cuando dicté por teléfono el texto que habría de llevar la manta no imaginé que el Javiera se convertiría en Gaviera, el cásate en cazate, y el please se transformaría en pliz, pero sostenía en la mano una cajita negra y abierta que le mostraba una sortija de compromiso de dos piedras: diamante y rubí al estilo renacentista, que simbolizaba la fuerza, la pasión y el amor. Le entregué el anillo, la cajita y la garantía de autenticidad, y ella como toda respuesta me estampó un beso en la mejilla. Fue algo raro, pues acto seguido intentamos hacer el amor en la canastilla del globo, pero estábamos demasiado eufóricos para concentrarnos, por lo que abortamos el intento de penetración, le saqué la punta de verga que alcancé a meterle y nos subimos la ropa interior y los pantalones. Nos casamos, pues, la familia de Javiera se opuso, pero luego de cierto tiempo al menos toleraron el hecho y parecieron aceptarme en la familia. Así viví con Javiera, por el rumbo de Satélite, cerca de un año, en el que ella siguió estudiando la licenciatura en relaciones internacionales, de la que se graduó con mención honorífica, mientras yo seguía como corrector de estilo en la revista de bienes raíces y micro-negocios, además de haber comenzado a publicar algunos cuentos en una tríada de revistas para caballeros, una de las cuales pertenecía a una editorial que se ofreció para publicar mi primer libro: una novela corta formada por doce cuentos independientes pero intercomunicados, a cambio de una pequeña suma, en rigor irrisoria de no ser porque eso, según yo, me convertía oficialmente en escritor, y 100 ejemplares del libro como pago de derechos. Esos meses podría definirlos como un estadio muy cercano a la felicidad. Pero ya se sabe que la felicidad, a veces, no es algo inmanente y suele terminarse pronto. Javiera comenzó a ausentarse cada vez más de nuestra casa por motivos laborales y eso creó un desequilibrio entre los dos. Los gastos hicieron que mi pago por la corrección de estilo en la revista, lo de los cuentos y el libro fueron ingresos que ayudaron pero no bastaron, fueran insuficientes para hacer frente a la vida de pareja, considerando, por lo demás, el estilo dispendioso al que Javiera siempre estuvo acostumbrada y no estuvo dispuesta a renunciar por nuestro matrimonio. Comenzaron los reproches a mí y a mi modo de vida que desde luego, ella, según dijo, no iba a tolerar, y menos con las intromisiones constantes de su mamá, que se empeñaba en compararme desfavorablemente con una sarta de adinerados pretendientes, no sé si reales o supuestos, que aspiraron, o aspiran todavía, a tener algo con Javiera. La revista cayó en posición de quiebra, cambió de dueños y éstos, que contaban con su propio equipo de trabajo, me liquidaron de inmediato. No pasó mucho tiempo para que la misma Javiera me echara en cara lo diferente que habría sido su vida si se hubiese casado mejor con alguno de esos pretendientes y no conmigo, que no era ya capaz ni de llevarla al cine o a cenar por falta de dinero. A Javiera, como parte de las relaciones públicas de su trabajo según decía, le dio por asistir a reuniones, alquilándose como hostess, demostradora, o modelo, y, además de que se vestía como piruja, como una golfa que verá a sus clientes, llegaba tardísimo a la casa o hubo veces en que incluso no llegó hasta el día siguiente. En ese periodo nacieron mis sospechas de que Javiera salía con alguien más, pero guardé silencio, en espera de que todo se solucionara en cuanto yo consiguiera un nuevo empleo y así pudiera pedirle que dejara de alquilarse. Pero no había plazas disponibles en lo que yo buscaba, y tuve que aceptar el trabajo de encargado del departamento de niños en unos almacenes de ropa de saldos, y la paga era sólo mejor que nada. En todo caso, una noche de quincena intenté reconquistar el interés de Javiera y decidí gastarme todo mi pago, de ser necesario, llevándola a escuchar mariachis a Garibaldi. Sólo que Javiera no volvió esa noche ni ninguna otra. Muy pronto me enteré, por los periódicos deportivos y de espectáculos, por los portales de Internet, que a ella se le relacionaba íntimamente con Fulgencio, el Chencho, Fitipaldi, el célebre futbolista brasileño avecindado en México, centro delantero de los Lagartos Salvajes e imagen de cuanta marca está de moda en televisión. Javiera apareció, días después, al lado de Chencho Fitipaldi en un comercial de paletas de hielo y en otro de papas fritas. Esto último fue devastador para mí. Pensé en denunciarla por abandono de hogar y adulterio, pero ¿habría logrado algo? De hecho, ella misma se encargó de enviarme a través de su abogado la petición de divorcio. Yo firmé todo, rápido, en un estado de irrealidad, aunque el abogado no perdió oportunidad de pasarme los mensajes intimidatorios de su clienta si me empeñaba en prolongar la separación. Sólo hasta después caí en una profunda depresión que me supo muy amarga. No topé con el fracaso matrimonial nada más, sino también con la humillación. Con la traición de Javiera, que era captada por las cámaras de programas del corazón asoleándose con Chencho Fitipaldi en las playas de Cancún y Puerto Escondido, o por las de los tabloides deportivos en antros de Los Cabos o Acapulco, mega pedísima, igual que su nuevo wey.
dIEZ
Hazme el amor.
La primera vez, Katyana se lo pidió con voz melosa, esparciendo su aliento en el rostro de Malaquías. Lo había escuchado con atención, quizá sin comprenderlo, pero dejando que su historia la calentara más. Él nunca dijo nada para excitarla, pero eso poco importó porque ella había elaborado su fantasía con él y ya la tenía en mente, con ansiedad de realizarla.
Quería, por ejemplo, probar esa verga que Malaquías metió apenas en Javiera, arriba de un globo aerostático, y deseaba comprobar si con ella se movería igual que con Javiera, sobre hojas crujientes en el bosque. Su humedad, simplemente, lo exigía.
Pienso en Javiera, aún. A su lado, perdí.
Ahora me tienes a mí, para ganar. Cógeme, ¿sí?
oNCE
El primer encuentro fue en Sheraton, Centro Histórico.
Ella escogió el hotel.
Malaquías pidió una habitación que Katyana pagó sospechando que él no tenía dinero suficiente, e hicieron el amor en cuatro posiciones. La última fue más placentera que las iniciales, porque para entonces ya se habían mezclado a mil sus ritmos, si bien en la primera Katyana estaba tan urgida que estalló, con placer inolvidable, desde los primeros roces.
dOCE
Se frecuentan en hoteles por toda la ciudad de México. El esposo de Katyana, viajero constante, sin saber patrocina los encuentros íntimos, mientras Malaquías procura invitar cafés, helados, cine y una que otra comida en modestos restoranes.
tRECE
No siempre desea verla y cuado quiere no siempre es posible, porque es casada.
Para él, la relación fructificó en una segunda novela corta, de temática amorosa, que en teoría encontró editor y promete una paga que ayudará a saldar algunas deudas y salir adelante, al menos de momento.
La trama narra no un amor cualquiera, sino uno especial para el autor, como suele suceder. La historia de Javiera y Malaquías, más o menos velada con nombres ficticios, sacados de la manga.
Para Katyana, que se sintió entusiasmada desde el primer momento en su papel de musa indirecta, inyectando fuerza creativa al escritor, Malaquías significa muy buen sexo, atención que el marido no siempre le presta y la oportunidad de saciar un instinto de redentora y de ser protagonista en la vida de alguien más. Pero, sobre todo, él le sigue recordando a Goyeneche.
Nada menos. Pero, irremediablemente, nada más.
cATORCE
El cielo está negro. Relampaguea. Inicia una llovizna que se intensifica de a poco. La gente apura el paso y busca refugio. Las ratas corren por las jardineras. El afiche de la ópera Insomnio posmoderno es sacudido por el viento e impide leer quién la interpretará. Hoy es una de las funciones.
La tormenta es inminente. Katyana no llega. Oscurece. Malaquías consulta su reloj y se levanta para dirigirse al pórtico del Palacio de Bellas Artes y guarecerse. Atraviesa la resbalosa explanada asegurando cada paso, para no patinar por el agua. Estallido poderoso en la bóveda celeste. De alguna manera, Malaquías imagina, sin querer a Katyana, con Javiera perdida, solo, que así se camina a un lado del abismo.
Cae.
josé noé mercado
ciudad de méxico
ciudad de méxico
5de2mil9
interesante, josénoé. una opinión más profunda, en cuanto dé una segunda lectura.
ResponderEliminarabrazo.
Qué tal, José Noé. Buena historia, con una descripción… digamos… teatral, que le da un ritmo particular al texto. Bien en el desarrollo del personaje, pero en la parte nUEVE naufragaste con tanto qué contar, te metiste en problemas como la muerte de la madre de Malaquías del que saliste con un “Sobre este tema no quisiera hablar más porque me duele” que suena más a pretexto del escritor que al dolor de Malaquías. Fuera de eso es interesante y atrapa, que es lo importante, te jala hasta el final.
ResponderEliminarY mira, yo también aproveché estos días. Igual escribí un cuento. Te dejo el link:
http://soliloquioartificial.blogspot.com/2009/04/asalto-sexual.html
Un abrazo.
hola gabriel. gracias. qué bueno q te quedaron ganas de la 2da lectura. abrazo.
ResponderEliminargracias x el comment, césar. ese episodio 9, hmmm. malaquías ahí tiene toda la palabra, sin intervención del narrador, quien quizás le habría podido ayudar. pero primera persona es primera persona. y, quizás, que él corregiera una revistita de anuncios de micronegocios habla de su real categoría.
leeré tu cuento. bueno q hayas aprovechado estos días para escribir. salu2.
José Noé:
ResponderEliminarme gustó la fragmentada historia de Malaquías, más que nada porque nos va descubriendo lazos de amor, que se van apilando y luego caen como fichas de dominó, una tras otra.
Es lo que se dice una historia de amor, muy de hoy, en donde lo que brilla por su ausencia es el amor.
¿Se puede vivir sin amor? las hormigas asesinas de AF, quizás, tienen la respuesta.
Saludos