Aquí va mi crítica de la producción presentada recientemente en el Teatro del Palacio de Bellas Artes. Ya se publicó en la revista Pro Ópera del bimestre mayo-junio, aunque sin epígrafe. Aquí lo incluyo:
Ambrosio o La fábula del mal amor
en Bellas Artes
Por José Noé Mercado
"Un intérprete (a menos que sea un cómico morcillero)
no debe admitir que un público heterogéneo lo está
mirando. El actor debe colgar una cortina invisible entre su presencia en la obra y la del público en las plateas".
“El amante del teatro”
Inquieta compañía
Carlos Fuentes
Ambrosio o La fábula del mal amor, ópera en tres actos y dos interludios de José Antonio Guzmán, igual autor del libreto basado en El monje, novela de Matthew Gregory —Monk— Lewis, título que inauguró la Temporada 2006 de la Compañía Nacional de Ópera, en el Teatro del Palacio de Bellas Artes, 7, 9 y 12 de febrero.
Mucho más allá de las bizantinas discusiones para definir el género al que pertenece, Ambrosio es una obra anorgásmica. Puesto que precisamente está estructurada en cuadros sin clímax que derivan, a ratos con humor, ironía o cierto melodrama y, más que nada, con buscada complacencia al público y a sí misma como obra, en un final previsible y maniqueo, como toda la elaboración del argumento y los personajes. Algo para nada posmoderno —si algo predomina en la posmodernidad es lo ambiguo: bien y mal ya no son conceptos tan obvios sino que se amalgaman—, por más que el compositor-libretista pretenda ubicar su ópera en ese contexto, como lo consignó en una nota del programa de mano.
El mayor mérito musical de la obra de José Antonio Guzmán es acaso, en otra perspectiva, también su gran defecto. El autor, luego de un recorrido por cualquier cantidad de estilos y géneros musicales y compositores que le niegan un sabor propio a la obra, completa una partitura transgénica. Que ciertamente se disfruta y entretiene, aun en su calidad de retacería, incluidos dos interludios que a simple vista no son muy imprescindibles que se diga. Aun cuando tal vez el deleite se cimienta en una intencionada complacencia al público, que resulta efectista.
La dirección de escena, también del compositor, no se quedó atrás. No, en momentos. La cuarta pared fue violada desde el inicio. Una procesión en la que el coro y algunos solistas y los actores entraron por una puerta lateral de la sala, quizá para mostrar de cerca que habría un magnífico vestuario, hizo saber que los guiños del escenario hacia las butacas estarían a la orden del día. ¿Más? Ciertos instrumentistas de la orquesta fueron colocados por encima del foso: ¿cómo para qué? Para ser vistos, obvio. No faltó el que durante un pasaje lucidor se levantó e intentó alardear virtuosismo. La sola acción, que en sentido estricto podría describirse como robar cámara, le mereció sus buenos aplausos. Como instrumentista de bar, no más. También es digno de anécdota que hacia el final de la obra, el Demonio (que no necesita presentación) y Ambrosio (un prior franciscano que primero predica contra los pecados capitales, luego descubre la calentura, vende su alma al Demonio y se vuelve matricida y viola a su hermana: sin saberlo cuando todos lo sabemos, como en todo melodrama que se precie de serlo: en resumen y a juzgar y juzgado por el tratamiento que tiene como personaje, un malvado de telenovela) salen a la escena y a los aplausos: el uno con máscara de George Bush, el otro con banda presidencial de Venezuela o un país de bandera de colores similares. En fin: peores comentarios políticos naif que ni al caso, se han visto. Olvidemos que la trama de la obra se sitúa en la Nueva España. “Corre el año de 1697”.
El tenor Alfredo Portilla, como Ambrosio, cantó con prestancia. Hacía tiempo que en Bellas Artes no escuchábamos su cálida, bella: muy latina voz en tan buena forma. Resolvió su actuación con solvencia. El único pero lo encontramos en sus diálogos (hablados, la obra los incluye): su decir se escuchó un tanto démodé. Como extraído de una película mexicana onda las que se transmiten en televisión en Semana Santa sobre la Pasión de Cristo. Sin embargo, qué gusto escucharlo cantar como lo que es: un tenor internacional.
Antonia fue interpretada por la soprano Rosa Elvira Sierra. Lo hizo con lucimiento y buen manejo técnico de su voz. Éste fue su debut oficial —en ópera— en Bellas Artes y sólo pudo ser mejor de haber controlado un poco los nervios que le hicieron mover en casi todo momento las manos. Rosendo Flores, como es habitual en él, cantó con autoridad y simpático desempeño escénico, el papel del Demonio. En interpretación de este bajo mexicano, el diablo resulta que no es tan malo como se cree. Olivia Gorra, por su parte, intervino como Matilde-Esteban, una diablilla. En ratos cantó, en otros habló. No lo hizo mal, pero pensamos que es un papel que no bonifica mucho en su carrera, porque poco exige de sus notables cualidades como soprano.
Irasema Terrazas interpretó a Inés de Medina, quizá el personaje más logrado de toda la ópera. O tal vez esa impresión quedó al presenciar y escuchar el trabajo de esta artista, que no sólo cumple estrictamente con la partitura, sino que actúa con talento y se ocupa de que su dicción sea clara y entendible. Cantando —ese entender lo que canta nos hizo pensar en Mirella Freni— y hablando. Irasema demostró que en la actualidad, en conjunto, es la mejor soprano mexicana de su generación. Es deseable, y merecido, verla en nuestro máximo escenario lírico cantando papeles más protagónicos, ¿no?
El tenor Óscar de la Torre brindó un enamorado y brioso Gabriel que buscaba a la dulce Inés. Y la encontró por su entrega, siempre de aplaudir en un artista. El contratenor Héctor Sosa interpretó a la Abadesa. De manera incierta el día 7 por una emisión un tanto irregular, pero mejor lograda y con buen sorteo de sus breves coloraturas en las siguientes funciones. Como que fue cuestión de ir teniendo el personaje en voz. Su desempeño histriónico resultó odioso, es decir muy bueno. Transmitió toda la antipatía que encierra su papel y justificó el porqué se consume, al cabo, en la hoguera.
Al frente de la Orquesta y Coro del Teatro de Bellas Artes, Eduardo García Barrios (El ganso, le nombran con simpatía y reconocimiento sus colegas en el Conservatorio Nacional de Música donde es maestro) realizó un trabajo brillante. Sacó todo el jugo melódico y rítmico que contiene la obra y los colores y los estilos fluyeron con delicia, lo que no es poco mérito. Ojalá también sea más invitado al foso del Teatro de Bellas Artes para dirigir ópera. Cuando se da buenos resultados, ¿por qué no?
Al finalizar la última de las funciones, un trío de parroquianos se acercó para decirme: ¿Cómo estaremos en Bellas Artes que una ópera tan malhecha nos gustó tanto? En estos momentos, todavía, reflexiono qué de cierto o no podía contener aquella pregunta harto posmoderna.
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