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martes, mayo 23, 2006

El oro del Rin en Bellas Artes

Ésta es mi reseña-crítica del primer título de la tetralogía. Es bastante fome y detecté en ella varias torpezas en su escritura. Mi religión debió prohibirme releerla, pero no: la releí. Fuera de ello, es la que escribí en su momento. No tengo otra. Así que procedo a postearla. En sí, concuerdo con lo que dije, pero no tanto en cómo lo dije. Bueno, es inédita, sólo pocos amigos la leyeron algún día. En Pro Ópera se publicó una crítica, que más bien era una reseña, que yo difundí de puro buena onda por í-mail, pero que no era mía. Era un texto publicado en Wagnermanía, ignoro el autor. Supuse que eso se entendía, lo cierto es que no se entendió y se publicó firmada por mí. Y ésta, que era la buena, se quedó en alguno que otro kbs del disco duro de mi editor. Ya luego lo aclaré ante los lectores, fue culpa mía, y mi editor me enseñó que en estos asuntos lo que no es explícito no está implícito. O algo así. La idea es ésa. Las fotos son del FMCH.

El oro del Rin en Bellas Artes
Por José Noé Mercado

La titánica travesía ha comenzado. La primera escenificación integral en México de El anillo del nibelungo, solemne festival escénico para tres noches y una víspera, del compositor alemán Richard Wagner (1813-1883), inició, en el Teatro del Palacio de Bellas Artes, durante marzo pasado, los días 20, 23, 25 y 27, con cuatro funciones de El oro del Rin, prólogo de esta gigantesca obra dramático-musical.

El Festival de México en el Centro Histórico, en coproducción con la Compañía Nacional de Ópera, la Universidad Nacional Autónoma de México y Pro Ópera, brindó al público la posibilidad de disfrutar de este primer inciso de la llamada Tetralogía (en realidad se trata de una trilogía prologada), como platillo medular de las actividades artísticas de su XIX. edición. Será en 2004, 2005 y 2006, cuando el ciclo se complete con La valquiria, Sigfrido y El ocaso de los dioses, respectivamente.













El anillo del nibelungo, hasta el momento, puede considerarse por sus dimensiones como la obra de arte más colosal elaborada por un solo hombre. El conocimiento profundo de estudios mitológicos, literarios y filológicos de origen escandinavo y germánico, sirvieron a Richard Wagner como fuente de inspiración para crear su propia cosmogonía.

En 1848, Wagner pretendía escribir una ópera heroica que llamaría La muerte de Sigfrido, misma que habría de convertirse en El Ocaso de los dioses, precedida de un segundo libreto —escrito posteriormente— titulado El joven Sigfrido y de un tercero llamado El castigo de la valquiria, todo esto antecedido por un gran prólogo denominado El robo del oro del Rin.

Al contar ya con el libreto integral, Wagner redactó la música para las cuatro obras que estructuralmente forman El anillo del nibelungo. Este ambicioso proyecto se prolongó durante 26 años, ya que fue hasta 1874 cuando el compositor de Leipzig escribió, al pie del último compás de la partitura, la frase “No digo nada más”.

El estreno del ciclo completo debió esperar aún dos años (agosto de 1876). Es decir, desde que Wagner emprendió la composición de esta colosal empresa, hasta que la viera escenificada, en el Teatro del Festival de Bayreuth, construido ex profeso para la ocasión, habrían de transcurrir 28 años.

A 126 años de distancia, se inició en México, con las consecuentes expectativas en el ambiente lírico, la primera producción del Anillo, que cuenta con la dirección escénica de Sergio Vela y la concertadora de Guido Maria Guida.

Aun cuando la concepción de El oro del Rin presentada por Vela conviene ser analizada en relación con las siguientes tres producciones, es posible entenderla como una propuesta imaginativa, talentosa y surgida de un profundo estudio, que a veces sólo el amor puede propiciar, del espectro lírico wagneriano.

Esta puesta en escena recuperó la esencia original de la obra, ya que los elementos tecnológicos utilizados por Vela y equipo, contribuyeron decisivamente a recrear los escenarios dispuestos por el propio Wagner. De esto se concluye que fue espléndido el trabajo de Jorge Ballina Graf en la escenografía y de Víctor Zapatero en la iluminación.

Después de tantas escenificaciones con interpretación política y sociológica de nuestro tiempo, al presenciar esta producción fue como volver a los orígenes. Fue como ver la obra desvestida. No sé si fue intencional o no, pero Sergio, en su búsqueda de reinterpretación en la que siempre se ha caracterizado por innovar en distintos aspectos, esta vez se convirtió en un atento y riguroso director wagneriano a la antigua

El público pudo presenciar a través de los personajes auténticos arquetipos, difícilmente ubicables en tiempo y espacio, y, por lo tanto, trascendentales, para lo cual fue decisivo el uso de máscaras –diseñadas por Jorge Ballina (padre). Nunca vimos en el escenario a los cantantes ni sus respectivas expresiones naturales, sino la sustancia misma de dioses, gigantes, nibelungos y ondinas.

En un plano estético, se pudo observar el desarrollo de las acciones dramáticas a través de un círculo, el mundo mismo finalmente, cubierto por una gasa. Esta disposición nos transportó a la dimensión artística, al tiempo que sugirió que nosotros, como espectadores, no somos parte de ella, sino en el sentido contemplativo. Vela marcó claramente una línea divisoria entre escena y público. Así pareció insinuarlo, además, el simbólico movimiento corporal a cargo de Victoria Gutiérrez. Es obvio que los personajes en escena no se mueven, ni se expresan igual que lo hacemos todos en la vida diaria.

Aunque hay también pequeñas disonancias en esta puesta. El recurso del proyector fue muy bien empleado, sobre todo en la escena con las ondinas y Alberico, pues las imágenes que se lograron eran para dejar de respirar. No obstante, en los flash forwards con las Nornas —ya incluidas como tejedoras que son del hilo del destino—, considero que las figuritas blancas que se proyectaron fueron demasiado simples y desentonaron con el resto de las proyecciones.

Por otra parte, la línea generalmente simbólica y abstracta que imperó durante la obra y que sólo nos sugiere, para interpretar, acciones tan importantes como, por ejemplo, el robo del oro en la primera escena, desentonó con el sentido en exceso figurativo del dragón o el sapito, animales en los que se transforma Alberico en la tercera. Aquí nada nos quedó a la interpretación y, de hecho, hizo demasiado amable, quizá chusco, el pasaje.














En el terreno vocal, Wotan fue interpretado con prestancia y autoridad por Stephen West. Su bella y expresiva voz corrió con calidez por el teatro. Barbara Dever fue una adecuada Fricka. Al inició, Alberico fue interpretado de manera excelente por Jürgen Linn, aunque a partir de la tercera escena su instrumento acusó cansancio, se tornó débil y amenazó con extinguirse. Y se extinguió. El Mime de José Guadalupe Reyes fue extraordinario. Mikhail Svetlov Krutikov se desempeñó notablemente como Fafner, mientras que Marc Embree sonó demasiado ligero y sin color vocal.

La escena con las ondinas nadadoras fue, como ya he consignado, uno de los pasajes más logrados de la puesta. Lourdes Ambriz, Verónica Alexanderson y Encarnación Vázquez cantaron de maravilla, aunque esta última dejó escuchar un vibrato en ocasiones desagradable. El Loge de Pierre Lefèbvre fue un poco nasal por momentos y con timbre algo gastado, aunque de muy buen desempeño general.

En cuanto a belleza se refiere, destacaron las piernas de la diosa Freia, interpretada por Irasema Terrazas. Dante Lorenzo Alcalá cantó con seguridad y afinación el pequeño papel de Froh. Jesús Suaste, abordó con elegancia y distinción el rol de Donner, aunque quizá éste no requiere de tanta corrección y pulcritud, si consideramos que más bien su actitud es agresiva, violenta y bravucona, características que se proyectan en su canto. Anastasia Souporovskaya intervino como Erda, con indudable solvencia.

La Orquesta del Teatro del Palacio de Bellas Artes se hizo escuchar bastante bien, si pensamos que el wagneriano, no es su repertorio habitual. Tocar Wagner es toda una especialidad. El trabajo de Guido Maria Guida fue cuidadoso y con buena idea en su objetivo sonoro. Verdad es que hubo desafinaciones y descuadres, pero también momentos llenos de expresividad y majestuosidad musical, como la entrada de los dioses al Valhalla.

Es muy probable que esta puesta en escena se inscriba en la memoria lírica del público que la presenció. No cabe duda de que Vela y sus cómplices se han consolidado como el equipo más talentoso y propositivo del quehacer operístico en el México actual. En todo caso, es menester mencionar que sin el esfuerzo del joven Sergio, quizá sueño obstinado o capricho, como algunos dicen, este magno festival escénico de Wagner hubiera tenido que aguardar por muchos años más su estreno en nuestro país.

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